Un Salto al Vacío: Amor Virtual, Bodas y Despedidas en la Frontera
—¿Estás segura de esto, Mariana? —la voz de mi mamá retumbó en la cocina, mientras yo apretaba el celular con las manos sudorosas.
No podía culparla. ¿Quién en su sano juicio se casa con alguien que solo ha visto por videollamada? Pero yo no era cualquiera. Yo era la terca de la familia López, la que siempre soñó con algo más allá de las calles polvorientas de mi pueblo en Jalisco.
Todo empezó en plena pandemia, cuando la soledad se sentía como una segunda piel. Emiliano apareció en mi vida como un mensaje privado en un grupo de Facebook para amantes de la música indie latinoamericana. Su foto de perfil mostraba una sonrisa tímida y unos ojos que parecían esconder historias. «¿Te gusta Zoé?», fue su primer mensaje. Y así, entre playlists y memes, nos fuimos enamorando.
Mi hermana menor, Valeria, se burlaba: —¡No manches, Mariana! ¿Y si es un viejo rabo verde haciéndose pasar por joven?
Pero yo sentía que Emiliano era real. Sus mensajes eran tan honestos, tan llenos de detalles sobre su vida en Lima, Perú: su abuela que hacía el mejor ají de gallina, su trabajo como diseñador gráfico freelance, sus sueños de viajar por Latinoamérica. Hablábamos hasta la madrugada, compartiendo secretos que nunca le conté ni a mis mejores amigas.
Un día, después de meses de videollamadas y cartas digitales, Emiliano me dijo: —Mari, ¿te casarías conmigo?
Me reí nerviosa. —¿Así, sin conocernos en persona?
—¿Qué importa? Siento que te conozco más que a nadie. Si tú quieres, yo vuelo a México y nos casamos. Que el mundo diga lo que quiera.
La idea era una locura. Pero algo dentro de mí gritaba que debía arriesgarme. Así que acepté. Mi papá casi se infarta cuando le conté.
—¡Eso no es amor! ¡Es una tontería! —gritó golpeando la mesa.
Pero yo ya había tomado mi decisión. Emiliano consiguió un vuelo barato y fijamos la boda para el día de su llegada. Todo sería sencillo: una ceremonia civil en el jardín de mi tía Lupita y una comida con birria y tequila.
La noche antes de la boda no dormí nada. Mi mamá entró a mi cuarto y me abrazó fuerte.
—Hija, no quiero verte sufrir. Pero si esto es lo que quieres… aquí estoy.
Cuando Emiliano llegó al aeropuerto de Guadalajara, mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Lo reconocí al instante: era él, más alto de lo que imaginaba, con esa sonrisa nerviosa que tanto amaba.
Nos abrazamos torpemente, como dos adolescentes en su primer cita. Él me susurró al oído:
—Eres aún más hermosa en persona.
La boda fue un torbellino de emociones. Mi familia miraba todo con recelo, pero mis amigas gritaban y bailaban como si fuera una fiesta de quince años. Emiliano y yo apenas podíamos creerlo: después de tantos meses detrás de una pantalla, por fin éramos reales.
Pero la felicidad duró poco. Al día siguiente, mientras desayunábamos chilaquiles en casa de mi abuela, Emiliano recibió una llamada urgente desde Lima. Su mamá había sufrido un derrame cerebral.
Vi cómo su rostro se descomponía mientras escuchaba la noticia. Me tomó la mano con fuerza.
—Mari… tengo que regresar. No puedo dejar sola a mi familia ahora.
Sentí que el mundo se me venía encima. Apenas habíamos empezado nuestra vida juntos y ya tenía que despedirme. Mi papá aprovechó para decirme:
—Te lo dije, Mariana. Estas cosas no funcionan.
Pero yo no quería escuchar reproches. Solo quería abrazar a Emiliano y convencerlo de quedarse. Pero él era hijo único y su familia lo necesitaba más que nunca.
Esa noche lloramos juntos en el cuarto donde apenas habíamos dormido una noche como esposos. Él me prometió volver pronto, pero los trámites migratorios y la falta de dinero complicaron todo.
Pasaron semanas y luego meses. Las videollamadas volvieron a ser nuestro único puente. Pero algo había cambiado: las conversaciones eran más cortas, los silencios más largos.
Un día recibí un mensaje suyo:
—Mari, no sé cómo decirte esto… pero creo que debemos darnos un tiempo. No es justo para ti ni para mí vivir así.
Sentí que me arrancaban el corazón del pecho. Grité, lloré y maldije mi suerte. ¿Por qué el destino me había dado un amor tan intenso solo para quitármelo tan rápido?
Mi mamá me abrazó mientras yo sollozaba:
—A veces el amor no basta, hija. Pero eso no significa que no valió la pena intentarlo.
Hoy miro las fotos de nuestra boda y me pregunto si fui ingenua o valiente al apostar todo por Emiliano. ¿Cuántos amores se pierden por miedo? ¿Cuántos otros por circunstancias fuera de nuestro control?
Quizá nunca tenga respuestas claras, pero sé que amé con todo mi ser y eso nadie me lo puede quitar.
¿Ustedes arriesgarían todo por un amor así? ¿Vale la pena saltar al vacío aunque duela después?