¿Vender mi hogar por el sueño de otros?

—Mamá, ¿puedes venir un momento al salón? —La voz de Lucía sonó tensa, casi temblorosa, desde el pasillo.

Dejé la cuchara sobre la encimera y me limpié las manos en el delantal. Sabía que algo pasaba. Desde que Alejandro, mi yerno, se mudó a nuestra casa en Alcalá de Henares, el ambiente se había vuelto denso, como si el aire pesara más de lo normal. Entré al salón y los vi sentados juntos en el sofá, pero separados por un abismo invisible.

—¿Qué ocurre? —pregunté, intentando sonar tranquila.

Alejandro bajó la mirada. Lucía me miró con esos ojos grandes que heredó de su padre, llenos de miedo y esperanza a la vez.

—Mamá —empezó ella—, hemos estado hablando…

Alejandro la interrumpió:

—Queremos comprar una casa nueva. Pero para eso… necesitaríamos que vendieras esta.

Sentí un golpe en el pecho. Mi casa. La casa donde vi dar sus primeros pasos a Lucía, donde celebramos los cumpleaños de mi marido antes de que el cáncer se lo llevara. Donde cada rincón guarda una historia.

—¿Venderla? —mi voz salió más débil de lo que pretendía—. ¿Por qué?

Alejandro se encogió de hombros:

—Aquí no me siento… como en mi casa. No puedo hacer nada porque todo es tuyo. Los muebles, las fotos, hasta los olores. No puedo cambiar nada sin sentir que invado tu espacio.

Lucía apretó su mano:

—Queremos empezar de cero, mamá. Un sitio nuestro, donde podamos formar nuestra familia.

Me senté frente a ellos. El reloj del abuelo marcaba las seis y media, pero para mí el tiempo se detuvo.

—¿Y qué hay de mí? —pregunté, casi en un susurro—. ¿Dónde voy yo?

Lucía bajó la cabeza. Alejandro evitó mi mirada.

—Podrías buscar un piso pequeño —dijo él—. Algo más cómodo para ti. Nosotros nos encargaríamos de todo…

Sentí rabia. ¿Cómo podía ser tan fácil para ellos? ¿No veían lo que me pedían?

Esa noche no dormí. Caminé por la casa en silencio, tocando las paredes, oliendo las sábanas, recordando la risa de Lucía cuando era niña. Me pregunté si era egoísta por no querer soltarlo todo. O si era ella la egoísta por pedírmelo.

Al día siguiente, mi hermana Carmen vino a tomar café.

—¿Y tú qué piensas hacer? —me preguntó mientras removía el azúcar.

—No lo sé —le confesé—. Siento que si vendo esta casa pierdo todo lo que soy.

Carmen suspiró:

—Los hijos a veces olvidan que también somos personas. No solo madres.

Las semanas pasaron y la tensión creció. Alejandro empezó a buscar pisos por internet y Lucía evitaba mirarme a los ojos. Una tarde los escuché discutir en su habitación:

—¡No puedes obligarla! —decía Lucía entre sollozos.

—¿Y qué? ¿Vamos a vivir aquí toda la vida? ¡No aguanto más sentirme un invitado!

Me encerré en mi cuarto y lloré en silencio. ¿En qué momento mi familia se había roto así?

Un domingo, durante la comida, Alejandro soltó:

—He hablado con una inmobiliaria. Dicen que podríamos sacar buen dinero por la casa.

Solté el tenedor.

—¿Ya has decidido por mí?

Lucía me miró suplicante:

—Mamá…

Me levanté de la mesa y salí al patio. El limonero seguía allí, igual que cuando Lucía era pequeña y jugaba bajo su sombra. Me senté en el banco y cerré los ojos.

Esa noche soñé con mi marido. Me decía: “No te olvides de ti misma”.

Al día siguiente reuní el valor para hablar con ellos.

—He tomado una decisión —dije firme—. No voy a vender la casa. Este es mi hogar. Si queréis iros, os ayudaré en lo que pueda, pero yo me quedo aquí.

Alejandro se levantó furioso:

—¡Siempre igual! ¡Todo gira en torno a ti!

Lucía rompió a llorar.

Pasaron días sin hablarnos apenas. Finalmente, una tarde Lucía entró en mi habitación.

—Mamá… perdónanos. No debimos presionarte así. Solo quería que fuéramos felices…

La abracé fuerte.

Alejandro se fue unas semanas después a casa de sus padres en Toledo. Lucía se quedó conmigo un tiempo más, hasta que decidió buscar piso sola.

Ahora la casa está más silenciosa que nunca. A veces me siento culpable, otras veces aliviada. Pero cada vez que paso por el pasillo y veo las fotos de nuestra vida juntas, sé que tomé la decisión correcta para mí.

Me pregunto: ¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Es egoísmo querer conservar lo poco que nos queda cuando los hijos ya han volado?