Después de los Setenta: Conversaciones al Atardecer

—¿Sabés qué es lo peor de cumplir setenta, Lucía? —le pregunté mientras la lluvia golpeaba el ventanal del departamento, allá en Caballito. Mi voz tembló, no por el frío, sino por la verdad que se asomaba detrás de mis palabras. Ella me miró con esos ojos de siempre, llenos de paciencia y picardía, y me alcanzó el mate.

—¿Qué es lo peor, Patricia? —me respondió, como si no supiera que esa pregunta era una trampa para ambas.

Respiré hondo. Afuera, los autos pasaban salpicando charcos y la ciudad parecía tan cansada como nosotras.

—Lo peor es que te volvés invisible. No para todos, claro. Para tus hijos, para los médicos, para la gente en la cola del supermercado. Pero sobre todo… para vos misma. Un día te mirás al espejo y no reconocés a la mujer que fuiste. Te preguntás cuándo fue que dejaste de ser protagonista de tu propia historia.

Lucía sonrió con tristeza y me apretó la mano. —Yo también me siento así a veces. Pero vos siempre fuiste fuerte, Patricia. ¿Te acordás cuando te plantaste frente a tu nuera porque no querías mudarte a su casa?

Me reí, aunque por dentro sentí una punzada. —Fuerte… o terca. No sé si hay diferencia a esta edad.

El silencio se instaló entre nosotras, solo interrumpido por el silbido de la pava. Pensé en mis hijos: Martín, que vive en México y apenas llama; Sofía, tan ocupada con sus mellizos que solo me manda audios apurados; y Tomás… Tomás que todavía vive conmigo pero parece un fantasma, encerrado en su cuarto con sus auriculares y su mundo digital.

—¿Sabés qué cambió más en mí desde los setenta? —seguí—. El miedo. Antes le tenía miedo a la muerte. Ahora le tengo miedo a la vida… a esta vida chiquita, repetida, donde cada día se parece al anterior. Donde nadie te pregunta cómo estás de verdad.

Lucía asintió. —A mí me da miedo quedarme sola. Que un día no pueda levantarme de la cama y nadie se entere hasta días después.

—Eso me pasó el año pasado —confesé, bajando la voz—. Me caí en el baño y estuve horas tirada en el piso. Nadie escuchó mis gritos. Cuando Tomás volvió del trabajo ni siquiera notó que tenía el ojo morado. Me preguntó qué había para cenar.

Lucía soltó una carcajada amarga. —¡Ay, los hijos! Nosotras les dimos todo y ahora…

—Ahora somos un mueble más —dije—. Pero ¿sabés qué? Hay días en que me rebelo. Salgo a caminar por el parque Centenario aunque me duelan las rodillas. Me compro flores para mí sola. Y cuando puedo, me escapo al cine aunque sea a ver una película mala.

Lucía me miró con admiración genuina. —Eso es vivir, Patricia. Aunque duela.

La conversación giró hacia recuerdos: las noches bailando tango en San Telmo, los veranos en Mar del Plata con los chicos corriendo por la playa, las peleas con mi marido antes de que la enfermedad se lo llevara tan joven…

—¿Extrañás a Ernesto? —me preguntó Lucía con delicadeza.

Sentí un nudo en la garganta. —Todos los días. Pero más me extraño a mí misma… a la mujer que era cuando él estaba vivo. Ahora siento que camino entre sombras.

Lucía se acercó y apoyó su cabeza en mi hombro. —No estamos solas, Patricia. Nos tenemos la una a la otra.

En ese momento sonó mi celular: era Sofía, mandando una foto de los mellizos disfrazados de superhéroes. Sonreí con ternura y tristeza al mismo tiempo.

—A veces pienso que debería mudarme con ella a Rosario —le dije a Lucía—. Pero tengo miedo de perder lo poco que me queda de independencia.

—No te vayas todavía —me pidió—. Este barrio todavía necesita tus historias.

La lluvia seguía cayendo y sentí que cada gota era un recuerdo perdido, una oportunidad no tomada. Pensé en todas las mujeres como nosotras: invisibles pero llenas de vida por dentro, esperando una excusa para volver a brillar aunque sea por un instante.

—¿Sabés qué? —le dije a Lucía mientras servía otro mate—. Tal vez no podamos cambiar lo que nos pasa por fuera… pero sí podemos decidir cómo vivirlo por dentro.

Ella asintió y brindamos en silencio.

Ahora, mientras escribo estas líneas mirando el cielo gris de Buenos Aires, me pregunto: ¿cuántas otras mujeres estarán sintiendo este mismo vacío? ¿Cuántas estarán esperando una llamada, una caricia o simplemente ser vistas?

¿Será que aún tenemos tiempo para reinventarnos? ¿O la verdadera valentía está en aceptar nuestra nueva forma de existir y encontrar belleza incluso en lo invisible?