El Silencio de los Girasoles: Amor No Dicho en la Ciudad de México

—¿Por qué nunca dices nada, Emiliano? —me preguntó mi madre mientras lavaba los trastes, su voz rebotando en las paredes húmedas del departamento en Iztapalapa.

Me quedé callado, como siempre. Afuera, el sol caía sobre los girasoles que Lucía había plantado en la azotea. Desde niños, ella y yo compartimos más silencios que palabras. Su risa llenaba el patio cuando jugábamos a la lotería con los vecinos, pero conmigo, bastaba una mirada para entendernos. Nunca le dije que la amaba. Nunca supe cómo.

Lucía era mi vecina desde que tengo memoria. Su madre vendía tamales en la esquina y su padre era chofer de microbús. Yo ayudaba a mi mamá en la tienda de abarrotes, y entre bolsas de frijol y refrescos Tibidabo, veía pasar a Lucía camino a la escuela. A veces, se detenía a comprar un Gansito y me sonreía. Yo le regalaba el cambio exacto para que no tuviera que buscar monedas en su mochila.

Una tarde de julio, cuando el cielo amenazaba tormenta, Lucía llegó llorando. Su hermano mayor había sido detenido por la policía, acusado injustamente de robo. Ella no podía pagar un abogado. Sin decir nada, fui a buscar a mi tío Rogelio, que trabajaba en el juzgado. No le conté a Lucía lo que hice; solo me aseguré de que su hermano saliera libre. Al día siguiente, ella me abrazó fuerte, sin preguntar nada. En ese abrazo sentí todo lo que nunca nos dijimos.

Pero el silencio también pesa. Mi padre, alcohólico y ausente, regresó una noche gritando que yo era un inútil por no estudiar una carrera «de verdad». Mi madre lloraba en la cocina mientras yo apretaba los puños bajo la mesa. Lucía escuchó los gritos desde su ventana y al día siguiente dejó un termo de café y una nota: «No estás solo». No respondí. Solo bebí el café frío mientras miraba sus girasoles desde la azotea.

Los años pasaron y Lucía empezó a salir con Javier, un muchacho del barrio que trabajaba en una refaccionaria. Yo los veía desde lejos, sintiendo cómo algo se rompía dentro de mí cada vez que ella reía con él como antes reía conmigo. Pero nunca dije nada. Solo me aseguré de que llegara bien a casa cuando Javier la dejaba tarde; me escondía entre las sombras para vigilarla sin que ella lo supiera.

Una noche, después de una fiesta patronal, Lucía llegó llorando otra vez. Javier le había gritado y empujado frente a todos. Yo la llevé a mi azotea y le preparé un té de manzanilla. Ella se quedó dormida abrazada a mis rodillas mientras yo acariciaba su cabello en silencio. Al amanecer, se fue sin decir palabra.

—¿Por qué no le dices lo que sientes? —me preguntó mi hermana menor, Mariana, al verme mirar por la ventana.

—Porque no sé si ella siente lo mismo —le respondí por fin, rompiendo años de silencio.

El tiempo siguió su curso. Lucía terminó con Javier y empezó a trabajar en una panadería del centro. Yo seguí en la tienda con mi madre, viendo cómo los girasoles se marchitaban poco a poco en la azotea. Un día, Lucía vino a despedirse: había conseguido una beca para estudiar enfermería en Monterrey.

—Gracias por todo, Emiliano —me dijo con lágrimas en los ojos—. Eres el mejor amigo que he tenido.

Quise decirle que era más que eso para mí, que cada gesto mío era una forma de decirle «te amo» sin palabras. Pero solo asentí y le regalé un girasol seco envuelto en papel periódico.

La vi irse entre el humo de los camiones y el bullicio del mercado. Me quedé solo con mis silencios y los recuerdos de todo lo que nunca dije.

Hoy, años después, sigo atendiendo la tienda. A veces llegan cartas de Lucía contando sus logros y sus nuevos amigos. Siempre termina con un «cuídate mucho» y un dibujo de un girasol al final de la hoja.

A veces me pregunto si ella supo alguna vez cuánto la amé en silencio. ¿Cuántos amores se quedan sin decir por miedo o costumbre? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de ser felices por no atrevernos a hablar?

¿Y ustedes? ¿Han amado alguna vez en silencio? ¿Creen que los gestos pueden decir más que las palabras?