El Último Invierno de Don Manuel

—¿Por qué no vienes nunca, Lucía? —susurré al teléfono, sabiendo que solo el contestador escucharía mi voz temblorosa—. Hoy cumplo cien años, hija. Cien. ¿Te acuerdas de cuando eras pequeña y me decías que viviría para siempre?

Colgué. El silencio del piso era tan denso que podía oír el tic-tac del reloj heredado de mi padre, aquel que sobrevivió a la guerra y a la mudanza forzosa desde Salamanca a Madrid en el 39. Me levanté despacio, apoyándome en el bastón. La pierna derecha nunca sanó del todo después de aquel disparo en el Ebro. A veces, en las noches frías, siento el mismo dolor que sentí bajo la lluvia de balas y barro.

Miré por la ventana. El cielo de Madrid estaba gris, como si supiera que hoy no era un día cualquiera. En la calle, los niños jugaban al fútbol entre los coches aparcados. Me pregunté si alguno sabría quién soy, si alguna vez sus padres les habrían hablado del viejo Manuel, el vecino del tercero que apenas sale y siempre lleva boina.

De pronto, llamaron al timbre. Me sobresalté. Nadie llama nunca sin avisar. Dudé en abrir, pero la curiosidad pudo más.

—¡Don Manuel! —gritó Carmen, la vecina del primero—. ¡Abra, por favor!

Abrí la puerta y me encontré con Carmen, su marido Paco y su hijo pequeño, Sergio. Detrás de ellos asomaban las caras sonrientes de otros vecinos: Rosario la portera, los gemelos del segundo, incluso don Ernesto, el gruñón del cuarto.

—¿Qué ocurre? —pregunté, desconfiado.

Carmen me sonrió con ternura—. Hoy es un día especial. No podíamos dejarlo pasar.

Paco levantó una tarta improvisada con velas torcidas y Sergio sostenía un ramo de flores silvestres.

—¡Feliz cumpleaños, don Manuel! —gritaron todos a coro.

Sentí un nudo en la garganta. No recordaba la última vez que alguien me había cantado el cumpleaños feliz. Me invitaron a bajar al patio comunitario. Dudé; hacía años que no bajaba más allá del portal. Pero algo en sus miradas me empujó a aceptar.

El patio estaba decorado con globos y una pancarta hecha a mano: “100 años de historias”. Me sentaron en una silla junto a una mesa repleta de dulces caseros y café caliente. Rosario se acercó y me apretó la mano:

—Mi padre también luchó en la guerra, ¿sabe? Siempre decía que los viejos soldados nunca mueren, solo se hacen invisibles.

Me reí por primera vez en mucho tiempo. Paco sacó una radio antigua y puso coplas de Concha Piquer. Los niños bailaban y las vecinas cuchicheaban sobre mis historias de juventud.

—Don Manuel —dijo Carmen—, cuéntenos otra vez cómo fue aquello del puente en el Ebro.

Me resistí al principio. Hablar de la guerra era abrir heridas que nunca cerraron del todo. Pero sus ojos brillaban con respeto y curiosidad sincera.

—Fue una noche larga —empecé—. El río estaba helado y los disparos no cesaban…

Mientras relataba mis recuerdos, sentí que el peso de los años se aligeraba. Por un momento fui otra vez aquel joven asustado pero valiente, luchando por sobrevivir y por un futuro mejor para Lucía y su madre.

Al terminar mi relato, hubo un silencio reverente. Sergio se acercó y me abrazó sin decir nada. Lloré en silencio; no por tristeza, sino por gratitud.

Cuando subí de nuevo a casa, encontré un sobre bajo la puerta. Era una carta de Lucía:

“Papá,
Sé que he estado lejos demasiado tiempo. Me duele cada día no haber sabido cómo acercarme a ti después de lo de mamá. Pero hoy quiero que sepas que te quiero y que pronto iré a verte. Feliz cumpleaños.
Tu hija,
Lucía”

Me senté en mi sillón favorito y apreté la carta contra el pecho. Afuera seguía lloviendo, pero dentro sentí un calor nuevo.

¿Es posible que después de cien años aún quede espacio para el perdón? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de abrazar a quienes amamos antes de que sea demasiado tarde?