Entre Pasillos y Recuerdos: La Batalla Invisible de Carmen
—¡Mamá, por favor, no insistas! Ya te he dicho que te hago la compra yo —me gritó Lucía por teléfono esta mañana, con ese tono entre impaciente y cariñoso que solo las hijas adultas saben usar.
Pero yo no quiero depender de nadie. No todavía. Así que, después de colgar, me puse el abrigo, cogí mi carrito azul —el mismo que me regaló mi difunto marido, Antonio, hace más de veinte años— y salí a la calle. El aire de Madrid en abril es traicionero: parece cálido, pero siempre hay una corriente fría que se cuela por el cuello.
Al llegar al supermercado, ya sentía el peso de la decisión. Las puertas automáticas se abrieron con ese susurro metálico y entré, saludando a Paco, el vigilante, que apenas levantó la vista del móvil.
La primera batalla fue con los carritos. Todos los grandes estaban encadenados y solo quedaban esos pequeños, bajos y sin ruedas giratorias. Me apoyé en el mío, que chirriaba como una vieja locomotora. Una joven pasó a mi lado a toda prisa, casi me arrolla. Ni un «perdón».
—¿Necesita ayuda, señora? —preguntó una voz detrás de mí. Era un chico del personal, apenas veinte años.
—No, gracias —respondí con dignidad—. Puedo sola.
Mentira piadosa. Porque cuando llegué a la sección de lácteos, el yogur que quería estaba en la balda más alta. Me estiré todo lo que pude, pero mis brazos ya no son los de antes. Miré alrededor buscando ayuda. Nadie parecía verme. Una pareja discutía sobre qué leche comprar; un niño lloraba porque quería galletas; una mujer mayor que yo se apoyaba en su bastón, resignada.
Al final, una señora —María, la del tercero— me vio y me alcanzó el yogur.
—Carmen, ¿por qué no le pides a tu hija que te ayude? —me susurró.
—Porque quiero seguir siendo yo —le respondí bajito.
Seguimos juntas un rato, compartiendo silencios y miradas cómplices. Pero en la caja nos separamos. Allí empezó mi segunda batalla: las colas interminables. Los jóvenes con auriculares no ceden el turno; las cajeras apenas sonríen. Cuando por fin llegó mi turno, la cajera —una chica nueva— pasó los productos tan rápido que apenas podía meterlos en las bolsas.
—¿Puede ir más despacio? —le pedí.
Me miró con fastidio.
—Señora, hay mucha gente esperando.
Sentí cómo la vergüenza me subía por las mejillas. Detrás de mí, un hombre bufó impaciente. Me temblaron las manos y casi se me cae el monedero al suelo.
Salí del supermercado con el corazón encogido. En la puerta me encontré con mi vecina Pilar.
—¿Otra vez sola? —preguntó.
—Sí —respondí—. No quiero ser una carga para Lucía.
Pilar suspiró.
—A veces pienso que nos hemos vuelto invisibles. Antes todo era distinto: los tenderos te conocían por tu nombre, te ayudaban sin pedirlo… Ahora solo somos obstáculos en el camino de los demás.
Asentí en silencio. Caminé despacio hasta casa, arrastrando el carrito vacío de fuerzas pero lleno de recuerdos: las compras con Antonio los sábados por la mañana; las carreras de Lucía entre los pasillos cuando era niña; las charlas con las vecinas en la cola del pan…
Al llegar a casa, Lucía me llamó otra vez.
—Mamá, ¿has ido al súper? ¿Por qué no me esperaste?
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que necesito sentirme útil? ¿Que cada pequeño gesto de independencia es una victoria contra el olvido?
Por la noche, mientras guardaba los yogures en la nevera, pensé en todas las Carmen, Pilar y María que luchan cada día por no desaparecer entre los pasillos de un supermercado moderno. ¿De verdad es tan difícil hacer la vida un poco más fácil para los mayores? ¿Cuándo dejamos de mirar a los ojos a quienes nos precedieron?
Quizá mañana vuelva al supermercado. Quizá pida ayuda sin sentirme menos. O quizá solo espere que alguien vea mi lucha silenciosa y decida tenderme la mano.
¿Y vosotros? ¿Os habéis parado alguna vez a mirar a los ojos a una persona mayor en el supermercado? ¿O también os habéis dejado arrastrar por la prisa y la indiferencia?