Los Caminos No Recorridos: Entre el Miedo y el Amor

—¿Por qué nunca te fuiste, papá? —me pregunta Camilo, su voz temblando entre la rabia y la tristeza, mientras la lluvia golpea los ventanales de nuestro apartamento en Medellín.

No sé qué responderle. Me quedo mirando la taza de café frío entre mis manos, sintiendo cómo el silencio se hace más pesado que nunca. Afuera, la ciudad parece llorar conmigo. Cincuenta años han pasado desde que era un joven lleno de sueños, y ahora, a mis setenta y dos, sólo tengo preguntas sin respuesta y un hijo que apenas me reconoce.

Cuando era niño, mi madre, Doña Teresa, me contaba historias de pueblos lejanos: las playas de Cartagena, los volcanes de Ecuador, las ruinas mayas en Guatemala. Yo cerraba los ojos y me veía caminando por esos lugares, libre, sin miedo. Pero la vida en nuestro barrio de Envigado era otra cosa. Mi padre, Don Ernesto, siempre decía: «Aquí se nace y aquí se muere. Los que se van, se pierden». Y yo le creí.

A los veinte años conocí a Lucía. Ella era distinta: soñadora, rebelde, con una risa que llenaba cualquier cuarto. Me hablaba de irnos juntos a México, a Perú, a donde fuera. Pero yo tenía miedo. Miedo de dejar a mi familia, miedo de fracasar, miedo de perderme. Así que le pedí que se quedara. «Aquí podemos ser felices», le prometí.

Nos casamos en la iglesia del barrio y tuvimos a Camilo. Pero la felicidad era frágil. Lucía empezó a marchitarse; sus ojos ya no brillaban igual. Un día, después de una pelea por dinero —siempre el dinero— me gritó: «¡Tú me cortaste las alas!». Esa noche dormí en el sofá y ella lloró hasta quedarse dormida.

Los años pasaron y los sueños se volvieron rutina: el trabajo en la fábrica textil, las cuentas por pagar, las visitas a la abuela los domingos. Camilo creció viendo a sus padres distantes, cada uno encerrado en su propio mundo de frustraciones. Cuando cumplió dieciocho años, me dijo que quería irse a Buenos Aires a estudiar cine. Sentí el mismo miedo que me había paralizado toda la vida y le respondí: «Eso es para ricos o para locos».

Nunca olvidaré su mirada ese día: una mezcla de decepción y resignación. Se quedó en Medellín, estudiando administración porque «eso sí da plata», como le repetía yo. Pero nunca fue feliz. Ahora trabaja en una oficina gris, con un jefe que lo humilla y un sueldo que apenas alcanza para sobrevivir.

Lucía murió hace cinco años. El cáncer la consumió rápido; apenas tuvimos tiempo para despedirnos. En su lecho de muerte me susurró: «Ojalá hubiéramos viajado más… ojalá hubiéramos amado mejor». Desde entonces, las noches son largas y los recuerdos me persiguen como fantasmas.

A veces pienso en los caminos no recorridos: ¿qué habría pasado si hubiera tenido el valor de irme con Lucía? ¿Si hubiera apoyado a Camilo en sus sueños? ¿Si hubiera entendido que la vida es más que sobrevivir?

Mi hermana menor, Mariana, siempre fue la valiente de la familia. Se fue a Costa Rica con una mochila y regresó diez años después con historias increíbles y una hija mestiza llamada Sofía. Mi madre nunca le perdonó haber «abandonado» la familia, pero yo la admiraba en secreto. Ella sí vivió.

Ahora Mariana viene a visitarme cada semana. Me trae empanadas y fotos de sus viajes. A veces me pregunta:

—¿Te arrepientes?

Y yo no sé qué decirle. Porque sí, me arrepiento. Me arrepiento de haber dejado que el miedo guiara mi vida; de haber sido un padre ausente aunque estuviera presente; de haberle robado a Lucía la posibilidad de volar.

El otro día encontré una carta vieja de Lucía entre sus cosas. Decía: «La vida es corta, Jacobo. No te quedes esperando el momento perfecto porque nunca llega». Lloré como un niño al leerla.

Camilo ahora viene menos seguido. Cuando lo hace, hablamos poco. El otro día me preguntó:

—¿Por qué nunca me dijiste que estaba bien soñar?

No supe qué responderle. Sólo atiné a tomarle la mano y pedirle perdón.

A veces salgo al balcón y miro las montañas que rodean Medellín. Pienso en todos los lugares que no conocí, en todas las palabras que no dije, en todos los abrazos que no di.

La vida se me fue esperando algo que nunca llegó.

Ahora sólo me queda este apartamento lleno de fotos viejas y silencios incómodos.

Me pregunto si todavía hay tiempo para cambiar algo; si puedo enseñarle a Camilo —aunque sea tarde— que nunca es demasiado tarde para intentarlo.

¿Y ustedes? ¿Cuántos caminos han dejado sin recorrer por miedo? ¿Cuántos sueños han guardado en un cajón por complacer a otros? ¿Vale la pena vivir así?