Los hombres en mi vida: Entre el amor, la culpa y la libertad
—¡No puedes irte así, Mariana! —gritó mi madre desde la cocina, mientras yo cerraba la puerta con fuerza, el eco de su voz persiguiéndome por el pasillo de nuestra casa en San Salvador. El olor a café quemado y pan dulce flotaba en el aire, pero nada podía endulzar el amargor que sentía en la garganta. Afuera, la lluvia caía con furia sobre los techos de lámina, como si el cielo también estuviera enojado conmigo.
Corrí bajo el aguacero hasta la esquina donde me esperaba Andrés, su moto encendida y su sonrisa desafiante. —¿Lista para escapar? —me preguntó, y por un momento sentí que todo era posible. Que podía dejar atrás los gritos, las deudas, el miedo a convertirme en mi madre. Pero mientras me subía a la moto, vi por la ventana a mi hermanito, Ernesto, con los ojos llenos de preguntas. ¿A dónde vas, Mariana? ¿Por qué siempre te vas?
La historia de los hombres en mi vida comenzó mucho antes de Andrés. Empezó con mi padre, Rubén, un hombre de manos ásperas y voz suave que desapareció una mañana cualquiera, llevándose consigo la poca estabilidad que teníamos. Crecí escuchando a mi madre maldecir su nombre entre lágrimas y promesas rotas. «Nunca confíes en un hombre, Mariana», me repetía mientras lavaba ropa ajena para pagar la luz. Pero yo no quería ser como ella: resignada, cansada, sola.
Por eso cuando conocí a Andrés en la universidad, sentí que el destino me daba una segunda oportunidad. Él era todo lo que mi padre no fue: presente, apasionado, rebelde. Me llevaba a conciertos clandestinos en Santa Tecla, me leía poemas de Roque Dalton bajo los árboles del campus y me hacía sentir viva. Pero también tenía un lado oscuro: celos, arranques de ira, promesas de cambiar que nunca cumplía.
—¿Por qué siempre dudas de mí? —le reclamé una noche después de que revisara mis mensajes.
—Porque te amo demasiado —me respondió, abrazándome tan fuerte que casi no podía respirar.
A veces pensaba que el amor era eso: dolor y placer mezclados en una sola herida. Pero cuando quedé embarazada a los 22 años, Andrés desapareció igual que mi padre. Me dejó un mensaje de voz diciendo que no estaba listo para ser papá y que necesitaba tiempo para pensar. Nunca volvió.
Mi madre me recibió con un silencio helado cuando le conté. —Te lo advertí —fue todo lo que dijo antes de encerrarse en su cuarto. Durante meses viví entre la vergüenza y el miedo al futuro. Perdí la beca, dejé la universidad y empecé a trabajar en una tienda del centro para poder comprar pañales y leche.
Fue entonces cuando conocí a Mauricio. Él era cliente frecuente: un hombre mayor, divorciado, dueño de una pequeña ferretería. Me ofreció trabajo como asistente administrativa y poco a poco se fue ganando mi confianza. Era amable con Ernesto, paciente con mis heridas y generoso con sus consejos. Cuando me propuso matrimonio, pensé que por fin había encontrado estabilidad.
Pero el amor con Mauricio era diferente: tranquilo, predecible… casi aburrido. A veces me preguntaba si lo quería o solo le agradecía por rescatarme del abismo. Las noches eran largas y silenciosas; él veía fútbol mientras yo revisaba fotos viejas de Andrés en mi celular.
Un día cualquiera, mientras preparaba café para Mauricio y Ernesto jugaba en el patio, recibí un mensaje inesperado: «Estoy en San Salvador. ¿Podemos hablar?» Era Andrés. Sentí cómo el corazón me latía tan fuerte que tuve que sentarme. Dudé durante horas antes de responderle.
Nos vimos en una pupusería del centro. Andrés estaba más delgado, con ojeras profundas y una tristeza nueva en los ojos.
—Perdóname por todo —me dijo sin rodeos—. He cambiado, Mariana. Quiero conocer a mi hijo.
La rabia y el amor se pelearon dentro de mí como perros callejeros. ¿Tenía derecho a volver después de tanto daño? ¿Debía permitirle conocer a Ernesto? Esa noche no dormí; escuché la respiración tranquila de Mauricio a mi lado y pensé en todas las veces que había soñado con este momento… pero ahora solo sentía miedo.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mauricio notó mi distancia y una noche me enfrentó:
—¿Todavía piensas en él? —preguntó sin mirarme.
—No lo sé —respondí entre lágrimas—. Solo sé que estoy cansada de vivir con miedo.
La verdad es que nunca aprendí a elegir bien a los hombres; siempre busqué en ellos algo que ni yo misma sabía nombrar: protección, pasión, libertad… o tal vez solo quería sentirme amada sin condiciones.
Finalmente decidí dejar que Andrés conociera a Ernesto bajo mi supervisión. Fue un encuentro tenso pero necesario; vi cómo mi hijo lo miraba con curiosidad y cómo Andrés luchaba por contener las lágrimas. Mauricio aceptó mi decisión pero puso distancia entre nosotros; nuestra relación se volvió fría y cortés.
Hoy vivo sola con Ernesto en un pequeño apartamento alquilado. Trabajo duro para mantenernos y trato de no repetir los errores del pasado. A veces Andrés viene a ver a su hijo; otras veces desaparece por semanas sin avisar. Mauricio sigue siendo parte de nuestra vida pero como un amigo lejano.
A veces me pregunto si alguna vez podré perdonarme por las decisiones que tomé o si estoy condenada a repetir los mismos errores generación tras generación. ¿Es posible romper el ciclo? ¿O estamos destinados a buscar siempre lo que nos falta en los demás?
¿Ustedes qué piensan? ¿Se puede aprender a elegir mejor o solo aprendemos a vivir con las consecuencias?