Puertas Cerradas: La Batalla Invisible de los Mayores
—¿Otra vez, Carmen? ¿No puedes hacer la transferencia por el móvil? —me preguntó mi hija Lucía, con ese tono entre impaciente y cariñoso que sólo las hijas adultas saben usar.
—Ya sabes que no me aclaro con esas cosas, hija. Prefiero ir al banco —le respondí, intentando no sonar tan insegura como me sentía. No quise decirle que, en realidad, necesitaba salir de casa, ver gente, sentirme útil. Desde que murió Antonio, mi marido, la casa se me cae encima.
Salí temprano, apoyada en mi bastón, con el abrigo bien cerrado y el monedero apretado contra el pecho. El aire de Madrid en marzo es traicionero: parece tibio, pero cala los huesos. Al llegar a la sucursal de la calle Alcalá, me encontré con la primera barrera: la puerta automática estaba averiada. Un cartel escrito a mano decía “PUERTA FUERA DE SERVICIO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS”.
Me quedé mirando la puerta, esperando que alguien saliera y me ayudara. Nadie. Empujé con todas mis fuerzas, pero la puerta pesaba más que mis ganas de rendirme. Un joven pasó a mi lado sin mirarme siquiera. Sentí una punzada de rabia y vergüenza. ¿Tanto cuesta ayudar a una vieja?
Por fin, una señora de mi edad llegó y entre las dos conseguimos abrir la puerta. Entramos jadeando, como si hubiéramos escalado el Everest.
—Esto es una vergüenza —murmuró ella—. ¿Tanto costará arreglarlo?
—Para ellos, somos invisibles —le respondí.
Dentro, la cola era larga y no había ni una silla libre. De hecho, sólo había dos bancos para sentarse y ambos ocupados por gente joven mirando el móvil. Me acerqué a uno de los chicos.
—Disculpa, ¿te importaría dejarme sentar un momento? Me cuesta estar de pie mucho rato.
El chico ni levantó la vista. —Estoy esperando a mi madre —dijo sin emoción.
Me quedé de pie, apoyada en el bastón, sintiendo cómo me temblaban las piernas. Miré alrededor buscando empatía en las miradas ajenas, pero todos parecían absortos en sus pantallas o sus propios problemas.
La espera se hizo eterna. Cada minuto era un recordatorio de mi fragilidad y de lo poco que importamos los viejos en esta sociedad acelerada. Recordé cuando Antonio y yo veníamos juntos al banco; él siempre encontraba una broma para hacerme reír mientras esperábamos. Ahora sólo tenía el zumbido de las conversaciones ajenas y el dolor sordo en las rodillas.
Por fin llegó mi turno. Me acerqué a la ventanilla y la empleada, una chica joven llamada Marta, me sonrió con prisa.
—¿En qué puedo ayudarla?
—Quiero hacer una transferencia —dije, sacando el papel arrugado donde Lucía me había apuntado los datos.
Marta tecleó rápido y me explicó algo sobre comisiones y nuevas normativas que no entendí bien. Asentí sin más; a estas alturas ya no tengo fuerzas para discutir.
Al salir, la puerta seguía igual de pesada. Esta vez nadie me ayudó. Me senté un momento en el escalón de la entrada, sintiendo cómo la ciudad pasaba a mi lado sin verme. Pensé en todos los mayores que estarían pasando por lo mismo ese día: luchando contra puertas imposibles, colas interminables y miradas indiferentes.
Al llegar a casa, Lucía me llamó para preguntar si todo había ido bien.
—Sí, hija, todo bien —mentí—. Pero ojalá algún día piensen en nosotros cuando diseñen estos sitios.
Colgué y me quedé mirando por la ventana. Vi a una vecina mayor arrastrando el carrito de la compra por la acera llena de baches. Me pregunté cuántos obstáculos más nos pondrá la vida antes de que alguien escuche nuestras quejas.
A veces siento que nos han dejado fuera del mundo moderno: todo es digital, rápido, impersonal. Nos dicen que aprendamos a usar el móvil o el cajero automático como si fuera tan fácil cambiar toda una vida de costumbres y miedos. Pero lo peor no es eso; lo peor es sentir que ya no importas, que eres un estorbo.
Esa noche apenas dormí. Daba vueltas en la cama pensando en cómo sería mi vejez si tuviera menos salud o menos ayuda de Lucía. ¿Quién abriría entonces las puertas pesadas? ¿Quién reclamaría un banco para sentarse?
Al día siguiente fui a la farmacia y vi a Don Manuel, el farmacéutico de toda la vida.
—Carmen, ¿te encuentras bien? —me preguntó al verme tan pálida.
—Sólo cansada, Manuel. A veces siento que esta ciudad no está hecha para nosotros —le confesé.
Él asintió con tristeza.
—Cada vez vienen más mayores con problemas parecidos. Nadie piensa en ellos hasta que les toca vivirlo en carne propia.
Salí de allí con una mezcla de alivio y rabia. Al menos alguien lo entendía. Pero ¿cuántos más tendrían que sufrir antes de que algo cambiara?
Ahora escribo esto esperando que alguien lo lea y se dé cuenta de lo fácil que sería hacernos la vida un poco menos dura: una puerta automática arreglada, un banco más en la sala de espera, una sonrisa sincera al entrar al banco…
¿De verdad es tanto pedir? ¿Cuándo dejarán de ser invisibles los mayores en España?