Un gesto sencillo en medio de la tormenta: La historia de Elizabeth y Nicolás
—¡Señora, por favor, no me ignore!— escuché la voz temblorosa de Nicolás justo cuando el semáforo cambió a verde y los carros comenzaron a rugir impacientes. Yo estaba ahí, parada bajo la lluvia, apretando mi bolso contra el pecho, esperando el bus que siempre tarda más de lo que debería. Bogotá no perdona a los distraídos, y menos en la Avenida Caracas a las seis de la tarde.
Me giré y lo vi: un hombre de unos cincuenta años, barba desordenada, ojos cansados y una chaqueta que alguna vez fue azul. Tenía las manos extendidas, pero no solo pedía monedas; pedía algo más, algo que no supe nombrar en ese instante. Dudé. Mi mamá siempre me decía: «Elizabeth, no te metas en problemas ajenos, uno nunca sabe». Pero esa tarde, la voz de mi mamá sonó lejana, como si viniera desde otro mundo.
—¿Tiene algo de comer?— insistió Nicolás, con una mezcla de esperanza y resignación.
Saqué una empanada fría de mi bolso. No era mucho, pero era lo que tenía. Se la entregué y él sonrió con una gratitud tan genuina que sentí una punzada en el pecho. Me senté a su lado en la banca mojada, ignorando las miradas curiosas y los murmullos de los demás.
—¿Cómo llegó aquí?— pregunté, sin saber si era correcto.
Nicolás suspiró. —La vida es dura, niña. Perdí mi trabajo en la fábrica hace tres años. Mi esposa se fue con los niños a vivir con su mamá en Soacha. Desde entonces, he estado rodando por aquí y por allá. Nadie quiere contratar a un viejo como yo.
Sentí rabia e impotencia. ¿Cómo puede ser que alguien termine así? ¿Dónde está la familia? ¿Dónde está el Estado? Pero antes de poder decir algo más, un grupo de jóvenes pasó corriendo y uno de ellos gritó:
—¡Vagos como usted deberían desaparecer!
Nicolás bajó la cabeza. Yo sentí vergüenza ajena y rabia por la crueldad gratuita. Le puse la mano en el hombro.
—No les haga caso. Hay gente buena todavía.
Él sonrió débilmente. —Gracias, Elizabeth. No todos se detienen a escuchar.
El bus llegó y dudé si irme o quedarme. Pero tenía que volver a casa; mi abuela me esperaba con el café listo y seguramente ya estaría preocupada. Le di a Nicolás un billete de cinco mil pesos y le prometí volver al día siguiente con algo más de comida.
Subí al bus con el corazón apretado. Miré por la ventana mientras nos alejábamos y vi cómo Nicolás se acomodaba bajo el techo de una tienda cerrada, abrazando la empanada como si fuera un tesoro.
Al llegar a casa, mi abuela me miró con el ceño fruncido.
—¿Por qué vienes tan mojada? ¿Otra vez ayudando a desconocidos?— preguntó mientras me alcanzaba una toalla.
Le conté lo que había pasado. Ella suspiró y negó con la cabeza.
—Hija, uno no puede salvar a todo el mundo. Es triste, pero así es la vida aquí. Hay demasiada gente sufriendo y muy pocos dispuestos a ayudar de verdad.
Esa noche no pude dormir bien. Pensaba en Nicolás, en su soledad, en su familia perdida. Pensaba en mi propia familia, en las peleas por dinero, en las veces que mi papá se fue sin avisar y regresó semanas después con excusas baratas. Pensaba en lo fácil que es perderlo todo en un país donde el trabajo es un privilegio y no un derecho.
Al día siguiente salí temprano con una bolsa llena de pan y café caliente. Busqué a Nicolás por toda la avenida pero no lo encontré. Pregunté a otros vendedores ambulantes y uno me dijo:
—Anoche unos policías lo sacaron a la fuerza. Dicen que lo llevaron al CAI del barrio Santa Fe.
Corrí hasta allá, ignorando el miedo y el cansancio. Cuando llegué, un policía joven me miró con desdén.
—¿Usted qué quiere con ese tipo? Es un borracho más.—
—No es cierto —le respondí con voz temblorosa— Solo tiene hambre y frío.
El policía se encogió de hombros.—Aquí no está. Lo soltaron esta mañana. Seguramente ya volvió a la calle.
Me senté en una banca frente al CAI, sintiendo una mezcla de rabia e impotencia que me quemaba por dentro. ¿De qué sirve ayudar si el sistema siempre los empuja de vuelta al abismo?
Pasaron los días y nunca volví a ver a Nicolás. Cada vez que cruzo esa avenida miro entre las sombras, esperando encontrar su sonrisa cansada. Pero solo veo rostros nuevos, historias diferentes pero igual de tristes.
A veces me pregunto si mi pequeño gesto sirvió de algo o si solo fue una gota más en el océano del olvido. ¿Cuántos Nicolás hay en nuestras calles? ¿Cuántas veces miramos hacia otro lado porque nos da miedo enfrentar esa realidad?
Hoy sigo llevando pan extra en mi bolso, por si acaso. Porque aunque no puedo cambiar el mundo sola, sí puedo elegir no ser indiferente.
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que ayudar no basta? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?