Cuando el Amor No Basta: La Decisión Más Difícil de Lucía

—No me mires así, Sergio. No es tan sencillo como piensas —le dije, con la voz temblorosa, mientras el eco de la lluvia golpeaba los cristales de nuestro pequeño piso en Lavapiés.

Él se quedó quieto, con los ojos clavados en el suelo, como si buscara respuestas entre las baldosas. Yo apretaba la taza de café entre las manos, buscando calor en medio de aquel frío que no venía del invierno madrileño, sino de la distancia que había crecido entre nosotros.

—¿De verdad quieres dejarlo todo? —susurró él, casi sin voz.

En ese instante, sentí cómo se me rompía algo por dentro. Recordé la primera vez que nos vimos, hace seis años, en la fiesta de cumpleaños de Marta. Sergio era el chico que hacía reír a todos, el que bailaba sin vergüenza y me ofreció una copa de vino barato con una sonrisa irresistible. Desde entonces, fuimos inseparables: noches de cine en casa, paseos por El Retiro, verbenas de San Isidro y veranos en la playa de Cádiz con su familia.

Pero la vida no es una película romántica. Mi madre siempre decía: “El amor es importante, hija, pero no lo es todo”. Yo no quería creerla. Hasta ahora.

Todo empezó a cambiar cuando terminé el máster y conseguí una beca para trabajar en una editorial importante. Sergio seguía buscando trabajo después de la crisis y cada entrevista fallida era una herida más en su orgullo. Empezó a encerrarse en sí mismo, a evitarme, a perderse en videojuegos y series. Yo intentaba animarle, pero cada palabra mía parecía una crítica.

—No entiendo por qué tienes tanta prisa por irte —me reprochó una noche—. ¿No te basta conmigo?

—No es eso, Sergio. Es que necesito avanzar. No quiero quedarme estancada —le respondí, sintiendo culpa por desear algo más.

Las discusiones se volvieron rutina. Mi padre me llamaba cada semana para preguntarme si estaba bien. “No te olvides de ti misma”, me repetía. Pero yo no quería rendirme tan fácilmente. Habíamos soñado juntos con un futuro: un piso propio, viajes a Asturias, quizás un hijo algún día. ¿Cómo podía tirar todo eso por la borda?

Una tarde, después de otra discusión sobre dinero y planes frustrados, fui a ver a mi abuela Carmen en Vallecas. Ella me miró con esos ojos sabios que han visto demasiadas guerras y despedidas.

—Lucía, a veces hay que soltar para poder volar —me dijo mientras me servía un trozo de tortilla.

Esa noche lloré como hacía años que no lloraba. Me sentí egoísta por pensar en mí antes que en nosotros. Pero también sentí un alivio extraño al imaginarme libre, sin tener que justificar cada paso ni cargar con la tristeza ajena.

Volví a casa tarde y encontré a Sergio dormido en el sofá. Me senté a su lado y le acaricié el pelo. Despertó sobresaltado.

—¿Has estado llorando? —preguntó.

Asentí sin poder hablar. Él me abrazó fuerte, como si quisiera retenerme para siempre.

—No quiero perderte —susurró—. Pero tampoco sé cómo seguir así.

Nos quedamos en silencio largo rato. Afuera seguía lloviendo y yo sentí que esa lluvia era el telón de fondo perfecto para nuestro final.

Pasaron días sin hablar del tema. Hacíamos como si nada hubiera cambiado, pero los silencios eran más largos y las miradas más tristes. Una mañana, mientras desayunábamos churros con chocolate en la cafetería de la esquina, Sergio rompió el hielo:

—Quizás tienes razón. Quizás necesitas volar… Y yo también —dijo con una voz rota pero sincera.

Me eché a llorar allí mismo. La camarera nos miró con compasión mientras recogía las tazas vacías.

Esa tarde empecé a buscar piso compartido. Hice las maletas con manos temblorosas y corazón encogido. Sergio me ayudó en silencio. Cuando cerré la puerta por última vez, él me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—Gracias por todo lo que hemos sido.

Ahora escribo esto desde mi nueva habitación, rodeada de cajas y sueños nuevos. Echo de menos su risa, sus abrazos y hasta sus silencios incómodos. Pero también siento una paz desconocida.

¿Es egoísta elegir mi propio camino? ¿Cuántas veces nos aferramos al pasado por miedo al vacío? ¿Y si soltar es el primer paso para encontrarnos de verdad?