La Lección de Valeria: El Precio del Tiempo No Correspondido
—¿Por qué nunca llegas a tiempo, Julián? —le grité mientras la lluvia golpeaba los cristales del pequeño departamento en la colonia Narvarte. Mi voz temblaba, no sólo por el frío que se colaba por la ventana mal cerrada, sino por la rabia acumulada de meses, quizás años, de sentirme invisible.
Él ni siquiera levantó la vista del celular. —Ya te dije que el tráfico está imposible, Valeria. ¿Qué quieres que haga?—
Pero yo sabía que no era el tráfico. Era él. Era su falta de ganas, su indiferencia, su manera de hacerme sentir que mi tiempo valía menos que cualquier otra cosa en su vida. Y ahí estaba yo, otra vez, esperando. Siempre esperando.
Mi mamá siempre decía que el amor era paciencia, pero nunca mencionó que la paciencia podía convertirse en resignación. Recuerdo cuando le conté a mi hermana Mariana sobre Julián, cómo me miró con esa mezcla de ternura y lástima.
—¿Y tú crees que él te quiere como tú lo quieres a él? —me preguntó una tarde mientras tomábamos café en la cocina de la casa de mi infancia en Iztapalapa.
No supe qué responderle. Porque en el fondo, yo también lo dudaba.
Julián y yo nos conocimos en la universidad. Él era el alma de las fiestas, el que siempre tenía una historia graciosa que contar. Yo era la que organizaba los trabajos en equipo y se aseguraba de que todos llegaran a tiempo. Nos enamoramos rápido, o al menos eso pensé yo.
Los primeros meses fueron mágicos: paseos por Coyoacán, noches de tacos al pastor en la esquina, promesas susurradas bajo las luces titilantes del Zócalo. Pero poco a poco, su entusiasmo se fue apagando. Empezó a cancelar planes, a llegar tarde o simplemente a no llegar.
—Es que tengo mucho trabajo —decía siempre—. Tú sabes cómo es esto.
Y yo le creía. Porque quería creerle. Porque prefería pensar que era el trabajo y no yo la razón de su ausencia.
Pero el tiempo es un ladrón silencioso. Se lleva los minutos, las horas, los días… y un día te das cuenta de que has estado sola mucho más tiempo del que has estado acompañada.
Una noche, después de otra discusión absurda sobre su falta de compromiso, me encerré en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Miré mi reflejo en el espejo empañado y me pregunté cuándo había dejado de ser Valeria para convertirme en «la novia de Julián». ¿Cuándo había dejado de tener sueños propios para vivir esperando a que él tuviera tiempo para mí?
Mi papá siempre fue un hombre duro, pero justo. Cuando le conté lo que pasaba, sólo me dijo:
—El tiempo es lo único que no se recupera, hija. No lo regales a quien no lo valora.
Sus palabras me dolieron más que cualquier desplante de Julián. Porque eran verdad.
Empecé a notar las pequeñas cosas: cómo mis amigas dejaron de invitarme porque siempre cancelaba por esperar a Julián; cómo mi jefe me ofreció una promoción y yo dudé porque «no sabía si Julián estaría de acuerdo»; cómo mi mamá dejó de preguntarme por él porque ya no soportaba verme sufrir.
Un día, Mariana me llamó llorando. Su esposo la había dejado por otra mujer. Me pidió que fuera a su casa y pasamos la noche hablando de todo y de nada. Fue entonces cuando entendí que todas cargamos con nuestras propias ausencias, pero algunas son elegidas y otras impuestas.
—¿Por qué nos aferramos tanto a quien no nos quiere bien? —me preguntó entre sollozos.
No supe qué decirle. Pero esa pregunta se quedó conmigo como una espina clavada en el pecho.
La gota que derramó el vaso llegó un domingo cualquiera. Habíamos planeado ir al cumpleaños de mi sobrina Camila. Julián prometió llegar temprano para ayudarme con el pastel. Pasaron las horas y nada. Llamé, mandé mensajes, hasta le escribí por WhatsApp a su mejor amigo Rodrigo.
A las seis de la tarde, cuando ya todos se iban, Julián apareció con una sonrisa cansada y un pretexto más.
—Perdón, amor, se me hizo tarde…
No lo dejé terminar.
—No quiero más disculpas —le dije con la voz rota—. Quiero tu tiempo. Quiero sentir que soy importante para ti. Pero parece que eso es mucho pedir.
Él me miró como si recién se diera cuenta de mi dolor.
—Valeria…
—No —lo interrumpí—. Ya no quiero seguir esperando algo que nunca va a llegar.
Esa noche terminé nuestra relación. No hubo gritos ni reproches, sólo un silencio pesado y definitivo.
Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y tristeza. Me sentía vacía pero también libre. Empecé a recuperar pedazos de mí misma: volví a salir con mis amigas, acepté la promoción en el trabajo y hasta me inscribí en clases de salsa los jueves por la noche.
Mi familia me apoyó más de lo que imaginé. Mariana y yo nos volvimos inseparables; juntas aprendimos a sanar nuestras heridas y a reírnos de nuestras propias tragedias.
A veces veo a Julián en redes sociales: sigue igual, siempre ocupado, siempre llegando tarde a todas partes. Y aunque todavía duele un poco recordarlo, sé que tomé la mejor decisión.
Hoy entiendo que el tiempo es el regalo más valioso que podemos dar… y también el más caro cuando lo entregamos a quien no sabe apreciarlo.
¿Y tú? ¿Cuántas veces has regalado tu tiempo esperando algo que nunca llegó? ¿Cuándo aprenderemos a valorarnos antes que a los demás?