La Soledad de Victoria: Secretos entre Sombras y Azulejos
—¿Por qué has venido? —me preguntó Victoria, sin abrir del todo la puerta, apenas dejando ver su silueta recortada contra la luz cálida del salón. El sonido de la lluvia golpeando los cristales era el único testigo de nuestra conversación. Yo, empapado y tembloroso, no supe qué responder al instante. Había algo en su voz, una mezcla de miedo y desafío, que me hizo dudar de si debía estar allí.
—No podía quedarme en casa pensando en ti —confesé, bajando la mirada. Sentí que mis palabras flotaban en el aire, pesadas, incómodas.
Victoria suspiró y finalmente me dejó pasar. Su piso olía a café frío y libros antiguos. Había cuadros torcidos en las paredes y una manta desordenada sobre el sofá. Todo parecía detenido en el tiempo, como si nadie hubiera vivido allí durante años. Me senté en una esquina, intentando no invadir su espacio.
—No te acostumbres —dijo ella, sentándose frente a mí con una taza humeante entre las manos—. No soy buena compañía.
Me quedé callado. Llevaba diez años saltando de relación en relación tras mi divorcio con Carmen, buscando algo que ni siquiera sabía nombrar. Pero Victoria era distinta. Había algo en su forma de mirar, en sus silencios prolongados, que me atraía y me asustaba a partes iguales.
—¿Por qué vives sola? —me atreví a preguntar una noche, después de varios encuentros llenos de silencios incómodos y miradas esquivas.
Victoria se quedó quieta. Sus dedos jugaron con el borde de la taza. —Porque es más fácil así. No tienes que dar explicaciones a nadie. No tienes que justificar tus heridas.
—¿Y no te pesa?
—A veces —admitió—. Pero el peso de la compañía equivocada es peor.
Me quedé pensando en mis propios errores, en las noches vacías tras mi divorcio, en las citas sin sentido con mujeres que no recordaba al día siguiente. Victoria era un misterio que quería resolver, pero cada vez que creía acercarme, ella levantaba un muro más alto.
Una tarde de domingo, mientras paseábamos por El Retiro, vi cómo se le humedecían los ojos al pasar junto a un grupo de niños jugando. No dije nada, pero ella lo notó.
—No puedo tener hijos —me soltó de repente, como si necesitara arrancarse esa verdad del pecho—. Y eso fue suficiente para que mi exmarido me dejara.
Me detuve en seco. Sentí una punzada de rabia e impotencia por ella, por mí mismo, por todos los silencios que nos tragamos para no incomodar a los demás.
—No eres menos por eso —le dije suavemente.
Victoria sonrió con tristeza. —Eso díselo a mi madre. O a mis tías. O a las vecinas del barrio que cuchichean cuando paso sola por la plaza.
El peso de las expectativas familiares y sociales era algo que ambos conocíamos bien. Yo había sentido el fracaso estampado en mi frente tras mi divorcio; ella lo llevaba tatuado en cada gesto contenido, en cada sonrisa rota.
Las semanas pasaron y nuestras conversaciones se volvieron más profundas, pero también más tensas. Una noche discutimos por una tontería: yo quería invitarla a cenar con mis amigos y ella se negó rotundamente.
—No quiero ser tu rareza —me gritó—. No quiero ser la mujer misteriosa que todos miran con lástima o curiosidad.
—No eres eso para mí —intenté explicarle—. Eres alguien a quien quiero conocer de verdad.
Victoria rompió a llorar y me echó de su casa esa noche. Caminé bajo la lluvia madrileña sintiéndome más solo que nunca. ¿Era posible amar a alguien tan herido sin romperse uno mismo?
Pasaron días sin hablar. Yo iba al trabajo como un autómata, contestando correos y fingiendo interés en las conversaciones con mis compañeros. Mi hermana Lucía me llamó varias veces para invitarme a cenar con la familia, pero siempre encontraba una excusa para no ir.
Una tarde recibí un mensaje de Victoria: “Ven”. No decía nada más. Crucé la ciudad en metro con el corazón encogido.
Al llegar, la encontré sentada en el suelo del salón, rodeada de fotos antiguas y cartas amarillentas.
—He estado pensando —dijo sin mirarme—. Quizá merezco intentarlo otra vez. Pero necesito tiempo. Y necesito que entiendas que hay días en los que no podré salir de la cama. Días en los que el pasado pesa demasiado.
Me senté a su lado y le tomé la mano. —No quiero salvarte, Victoria. Solo quiero estar contigo cuando puedas dejarme entrar.
Ella asintió y apoyó la cabeza en mi hombro. Por primera vez sentí que el silencio entre nosotros no era un muro, sino un refugio compartido.
A partir de entonces aprendimos a convivir con nuestras heridas: yo con mi miedo al fracaso, ella con su soledad elegida y sus cicatrices invisibles. Hubo días buenos y días malos; cenas llenas de risas y noches de insomnio compartido.
Una tarde, mientras paseábamos por Malasaña, Victoria se detuvo frente a un escaparate lleno de muñecas antiguas.
—De pequeña siempre quise una así —susurró—. Pero nunca me la regalaron porque decían que era demasiado mayor para jugar.
Le compré la muñeca sin decir nada y se echó a reír como una niña. En ese momento entendí que todos llevamos dentro deseos no cumplidos y heridas abiertas, pero también la capacidad de sanar si encontramos a alguien dispuesto a escuchar sin juzgar.
Hoy sigo preguntándome si el amor basta para curar los traumas del pasado o si solo aprendemos a vivir con ellos. ¿Cuántas Victorias hay ahí fuera esperando ser vistas más allá de sus silencios? ¿Y cuántos estamos dispuestos a mirar realmente?