El paseo de Sierra: secretos al sol de la sierra madrileña
—¡Sierra, hija! ¿Ya has parido? ¡Enséñanos al niño, mujer!—. La voz de Carmen retumbó en la plaza como una campana desafinada. Yo, con el carrito entre las manos y el corazón en la garganta, sentí cómo todas las miradas se clavaban en mí y en el pequeño bulto envuelto en mantas.
No era la primera vez que Carmen, la jubilada más cotilla del pueblo, se metía donde no la llamaban. Pero esta vez era distinto. Esta vez era mi hijo. Mi primer paseo con él, después de semanas de encierro, noches sin dormir y lágrimas silenciosas. Quería respirar, sentir el aire fresco de la sierra y, sobre todo, ser invisible por un rato.
—Carmen, por favor… —intenté sonreír, pero mi voz tembló—. El niño está dormido. Prefiero que no lo despierten.
—¡Ay, qué exagerada eres! Si sólo queremos ver si ha salido a ti o a tu marido. Además, aquí todos nos conocemos —insistió ella, acercándose peligrosamente al carrito.
Vi cómo otras vecinas asomaban la cabeza por las ventanas. El bar de Paco quedó en silencio. Hasta los niños dejaron de jugar al fútbol en la plaza. Sentí que me ahogaba.
—Carmen, te lo digo en serio. No quiero que nadie lo vea todavía —dije, esta vez con firmeza.
Ella se detuvo en seco. Me miró como si hubiera dicho una blasfemia.
—¿Pero qué te pasa? ¿Te crees mejor que nosotras? ¿O es que el niño tiene algo raro? —susurró, pero lo suficientemente alto para que todos escucharan.
En ese momento sentí una mezcla de rabia y miedo. Recordé las noches en vela, el parto complicado, los puntos que aún dolían. Recordé a mi madre diciéndome que aquí todo se sabe y que mejor no dar motivos para hablar. Pero también recordé a mi marido, Luis, apoyándome cuando lloraba sin motivo aparente.
—No me creo mejor que nadie —le respondí—. Pero este es mi hijo y yo decido quién lo ve y cuándo. ¿Tan difícil es respetar eso?
Un murmullo recorrió la plaza. Carmen bufó y se alejó, pero no sin antes lanzar una última puñalada:
—Pues vaya carácter te ha salido desde que eres madre…
Me quedé allí, temblando. Sentía las lágrimas a punto de brotar, pero me obligué a respirar hondo. Miré a mi hijo dormido y acaricié su manita diminuta.
Al llegar a casa, Luis me esperaba con una sonrisa cansada.
—¿Qué tal el paseo?
Me derrumbé en sus brazos.
—No puedo más con tanta presión. Aquí todo el mundo opina, todo el mundo exige…
Luis suspiró y me abrazó más fuerte.
—Cariño, sé que es difícil. Pero tienes derecho a poner límites. Aunque moleste.
Esa noche no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando en lo ocurrido. Recordé mi infancia en este mismo pueblo: los secretos que nunca se contaban pero todos sabían; las miradas inquisitivas cuando mi padre perdió el trabajo; los cuchicheos cuando mi hermana se fue a estudiar a Madrid y volvió con ideas «raras».
Me pregunté si algún día podría criar a mi hijo lejos de esa presión constante. Si podría enseñarle a ser libre sin miedo al qué dirán.
A la mañana siguiente, mientras preparaba un café con leche y miraba por la ventana cómo Carmen barría su acera con furia, recibí un mensaje de mi hermana Lucía:
«He oído lo de ayer. Estoy orgullosa de ti. No cedas ni un milímetro».
Sonreí por primera vez en días.
Más tarde, mi madre vino a verme. Entró sin llamar, como siempre.
—Sierra, hija… ¿Qué ha pasado con Carmen? Me ha llamado media docena de veces diciendo que te has vuelto una borde.
Me senté frente a ella y le conté todo. Al principio frunció el ceño, pero luego me miró con ternura.
—Entiendo que quieras proteger a tu hijo… Pero aquí las cosas siempre han sido así.
—¿Y no crees que ya es hora de cambiar? —le pregunté casi suplicante.
Mi madre suspiró y me acarició el pelo como cuando era niña.
—Quizá tengas razón… Pero va a costar mucho.
Esa tarde salí de nuevo con el carrito. Esta vez no bajé la mirada ni aceleré el paso al cruzarme con las vecinas. Saludé con educación y seguí mi camino. Algunas me miraron raro; otras sonrieron tímidas. Carmen ni siquiera levantó la vista.
En casa, mientras acunaba a mi hijo junto a la ventana abierta al atardecer de la sierra madrileña, pensé en todas las mujeres del pueblo: las que cedieron por miedo y las que se atrevieron a desafiar las normas no escritas.
¿Hasta cuándo vamos a permitir que los demás decidan sobre nuestra vida? ¿No es hora ya de reclamar nuestro propio espacio, aunque sea incómodo?