El Regreso de Susana: Memorias Inquebrantables de un Pueblo
«¡No puedes volver, Susana!» me gritó mi madre Bárbara con lágrimas en los ojos, mientras yo cerraba la puerta de nuestra pequeña casa en el pueblo de San Pedro. Tenía dieciocho años y el mundo entero por delante, o al menos eso creía. Las palabras de mi madre resonaban en mi cabeza mientras me alejaba por el camino polvoriento, dejando atrás no solo un lugar, sino una vida entera marcada por el juicio y la desaprobación.
Nací en San Pedro, un pueblo donde todos se conocían y las noticias volaban más rápido que el viento. Mi madre, Bárbara, era una mujer fuerte y decidida que me crió sola después de que mi padre desapareciera antes de que yo naciera. En un lugar donde las normas sociales eran tan rígidas como las montañas que nos rodeaban, ser «la hija de nadie» era un estigma que cargué desde el primer día.
«Susana, no te preocupes por lo que digan,» solía decirme mi madre mientras me peinaba para ir a la escuela. Pero sus palabras no podían protegerme de las miradas furtivas ni de los susurros que me seguían por los pasillos. «Ahí va la hija de Bárbara,» decían, como si eso fuera todo lo que necesitaban saber sobre mí.
Veinte años han pasado desde aquel día en que dejé San Pedro. Me fui a la ciudad, estudié, trabajé y construí una vida lejos de las sombras del pasado. Pero algo siempre me faltaba: la sensación de pertenencia, el deseo de reconciliarme con mis raíces. Así que decidí volver, con la esperanza de encontrar aceptación y cerrar viejas heridas.
Al llegar al pueblo, el aire cálido y seco me recibió como un viejo conocido. Las calles polvorientas parecían no haber cambiado en absoluto, pero las miradas de la gente eran aún más penetrantes que antes. «¿Es ella?» escuché murmurar a una anciana mientras pasaba por la plaza central.
«Susana,» dijo una voz familiar detrás de mí. Me giré para ver a Carmen, mi amiga de la infancia. «No puedo creer que hayas vuelto,» dijo con una mezcla de sorpresa y cautela.
«Tenía que hacerlo,» respondí con un nudo en la garganta. «Necesito hacer las paces con este lugar.»
Carmen asintió lentamente. «No será fácil. La gente aquí tiene memoria larga y corazón duro,» advirtió.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones encontradas. Algunos me recibieron con calidez, recordando a la niña que solía jugar en las calles del pueblo. Otros apenas disimulaban su desdén, como si mi regreso fuera una afrenta personal.
Una tarde, mientras caminaba por el mercado, me encontré con Doña Luisa, una mujer mayor conocida por su lengua afilada y su memoria impecable. «Susana,» dijo con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos. «¿Qué te trae de vuelta? ¿No encontraste lo que buscabas allá afuera?»
«Vine a buscar paz,» respondí con firmeza, aunque por dentro sentía cómo sus palabras se clavaban en mí como espinas.
«La paz no se encuentra en lugares donde no eres bienvenida,» replicó ella antes de alejarse.
Esa noche, me senté con mi madre en la pequeña cocina donde tantas veces habíamos compartido nuestras esperanzas y miedos. «Mamá,» dije finalmente, rompiendo el silencio pesado entre nosotras. «¿Crees que alguna vez podré ser aceptada aquí?»
Bárbara me miró con ternura y tristeza. «Susana, este pueblo es como una vieja herida que nunca sana del todo,» dijo suavemente. «Pero eso no significa que no puedas encontrar tu propio camino hacia la paz.»
Supe entonces que mi búsqueda no era solo por aceptación externa, sino por reconciliarme conmigo misma y con mi historia. Al día siguiente, decidí enfrentar mis miedos y asistir a la misa dominical, un evento donde todo el pueblo se reunía.
Al entrar a la iglesia, sentí las miradas sobre mí como un peso tangible. Me senté en la última fila, tratando de pasar desapercibida. Durante la homilía, el padre José habló sobre el perdón y la redención, palabras que parecían dirigidas directamente a mí.
Después del servicio, mientras la gente salía lentamente del templo, me acerqué al padre José. «Padre,» comencé nerviosa, «¿cree usted que es posible ser perdonada por un pueblo que nunca olvida?»
El sacerdote me miró con comprensión. «Susana,» dijo con voz suave pero firme, «el perdón comienza en el corazón de uno mismo. A veces, lo más difícil es perdonarnos a nosotros mismos por lo que creemos haber hecho mal.»
Sus palabras resonaron en mí durante días. Comprendí que mi regreso a San Pedro no era solo para buscar aceptación externa, sino para encontrar paz interna. Empecé a involucrarme más en las actividades del pueblo, ayudando en lo que podía y mostrando quién era realmente.
Con el tiempo, algunas personas comenzaron a ver más allá del estigma del pasado y a conocerme por quien soy ahora. Sin embargo, sabía que siempre habría quienes nunca cambiarían su opinión sobre mí.
A pesar de todo, encontré un sentido de pertenencia al aceptar mi historia y abrazar mis raíces sin vergüenza ni miedo.
Ahora me pregunto: ¿Es posible realmente cambiar la percepción de un pueblo entero o es suficiente cambiar nuestra percepción sobre nosotros mismos? ¿Qué es más importante: ser aceptados por los demás o aceptarnos a nosotros mismos?