El Regreso de Mamá: Una Decisión Dolorosa
«¡No puedes hacerme esto, hija!» gritó mi madre, Rosa, con lágrimas en los ojos mientras yo intentaba explicarle por qué debía regresar a su pequeño pueblo en el sur de México. Mi corazón se rompía en mil pedazos al verla así, pero sabía que no tenía otra opción. Todo comenzó hace unos meses cuando decidí traerla a vivir conmigo a la ciudad de México. Pensé que sería lo mejor para ella, para nosotras.
Desde que papá murió, mamá había estado sola en nuestra casa familiar en San Andrés Tuxtla. La idea de que estuviera sola me atormentaba cada noche. «Mamá, aquí estarás mejor, cerca de mí y de los médicos», le dije cuando la convencí de mudarse. Al principio, todo parecía ir bien. Mamá estaba emocionada con la idea de vivir en la ciudad, de estar cerca de sus nietos y de tener acceso a mejores servicios médicos.
Sin embargo, pronto las cosas comenzaron a complicarse. Mamá no se adaptaba al ritmo frenético de la ciudad. Extrañaba su jardín, sus amigas del pueblo, y sobre todo, su independencia. «Aquí me siento como un pájaro enjaulado», me confesó una noche mientras cenábamos. Yo intentaba hacer todo lo posible para que se sintiera cómoda, pero cada día era más evidente que no era feliz.
Además, mi trabajo como abogada me absorbía por completo. Pasaba largas horas en la oficina y cuando llegaba a casa, estaba exhausta. Mamá requería atención constante y yo simplemente no podía dársela. «Hija, entiendo que trabajas mucho, pero me siento sola», me decía con tristeza. La culpa comenzó a carcomerme por dentro.
Mis amigos no entendían mi situación. «¿Cómo puedes devolverla al pueblo? Es tu madre», me decían con reproche. Pero ellos no veían lo que yo veía: una mujer que se marchitaba en un entorno que no era el suyo. «No es justo para ella ni para mí», les respondía con frustración.
Una noche, después de una discusión particularmente intensa sobre su regreso al pueblo, mamá se encerró en su habitación y yo me quedé llorando en la sala. Me sentía atrapada entre el deber y el amor. Sabía que devolverla al pueblo sería visto como un acto egoísta por muchos, pero también sabía que era lo mejor para ella.
Finalmente, después de muchas conversaciones y lágrimas, mamá aceptó regresar a San Andrés Tuxtla. «Hija, sé que lo haces por mi bien», me dijo mientras empaquetábamos sus cosas. El día que partió fue uno de los más difíciles de mi vida. La abracé con fuerza en la estación de autobuses y le prometí visitarla cada fin de semana.
Ahora, cada vez que voy a verla, veo cómo ha recuperado su alegría. Está rodeada de sus amigas, cuida su jardín con esmero y participa activamente en las actividades del pueblo. Su sonrisa me confirma que tomé la decisión correcta, aunque el dolor de haberla dejado ir sigue presente.
A veces me pregunto si hice lo correcto o si podría haber hecho más para que se quedara conmigo. ¿Es posible amar tanto a alguien y aún así sentir que le fallaste? Espero que algún día mis amigos entiendan que el amor verdadero a veces significa dejar ir.