El Secreto del Comensal Solitario
«¡Otra vez tarde, Lucía!» me gritó mi jefe, Don Roberto, mientras me apresuraba a ponerme el delantal. El café estaba lleno, como siempre a esa hora de la mañana, y yo apenas había tenido tiempo de tomar un sorbo de café antes de salir corriendo de casa. Pero no importaba, porque sabía que él estaría allí, sentado en su rincón habitual, con su mirada fija en la ventana, como si esperara que algo o alguien apareciera de repente.
Don Ernesto era un hombre mayor, de esos que parecen haber vivido mil vidas. Su cabello blanco y su andar pausado lo hacían destacar entre los clientes habituales del café. Durante dieciocho años, cada mañana sin falta, él llegaba al café, pedía su café negro y tostadas con manteca y se sentaba en la misma mesa del rincón. Nunca hablaba mucho, pero siempre me saludaba con un «buenos días» que sonaba más a un susurro que a un saludo.
Esa mañana, sin embargo, algo era diferente. La silla de Don Ernesto estaba vacía. «Quizás hoy se retrasó,» pensé mientras atendía a otros clientes. Pero los minutos pasaban y él no aparecía. Al día siguiente fue igual, y al siguiente también. La ausencia de Don Ernesto comenzó a ser un tema de conversación entre los clientes y el personal del café.
«¿Habrá enfermado?» preguntó Marta, una de las cocineras, mientras preparaba el almuerzo. «No lo sé,» respondí, sintiendo una inquietud creciente en mi pecho. Algo no estaba bien.
Pasaron dos semanas sin noticias de él. Fue entonces cuando decidí ir a su casa. Sabía dónde vivía porque una vez me había pedido que le llevara un paquete que había olvidado en el café. Caminé hasta su pequeña casa en las afueras del barrio, con el corazón latiéndome fuerte en el pecho.
Toqué la puerta varias veces, pero nadie respondió. Justo cuando estaba por irme, una vecina salió de la casa contigua. «¿Buscas a Don Ernesto?» me preguntó con una voz suave. Asentí con la cabeza. «Lo llevaron al hospital hace unos días,» dijo con tristeza.
El corazón se me cayó al suelo. Sin pensarlo dos veces, tomé un colectivo hacia el hospital más cercano. Allí, después de preguntar en recepción, me indicaron su habitación. Al entrar, lo vi acostado en la cama, más frágil de lo que jamás lo había visto.
«Don Ernesto,» susurré al acercarme a su cama. Sus ojos se abrieron lentamente y una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro al verme.
«Lucía,» dijo con voz débil. «No esperaba verte aquí.» Me senté a su lado y tomé su mano.
«Nos preocupamos por usted,» le dije sinceramente.
Él suspiró y miró hacia el techo. «Hay algo que debes saber,» comenzó a decirme con dificultad. «No iba al café solo por el café o las tostadas.» Me quedé en silencio, esperando que continuara.
«Hace muchos años perdí a mi hija,» confesó con lágrimas en los ojos. «Ella solía trabajar en un café similar al tuyo. Ir allí cada mañana era mi manera de sentirme cerca de ella.» Mi corazón se encogió al escuchar sus palabras.
«Nunca lo hubiera imaginado,» le dije mientras apretaba su mano con más fuerza.
«Tú me recordabas a ella,» continuó. «Tu sonrisa, tu amabilidad… Me hacías sentir como si ella aún estuviera aquí.» Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas.
Pasamos horas hablando ese día, compartiendo historias y recuerdos. Me contó sobre su hija, sobre cómo había sido una joven llena de vida y sueños. Y yo le hablé sobre mi familia, sobre mis propios sueños y miedos.
Cuando finalmente tuve que irme, prometí volver al día siguiente. Pero esa noche recibí una llamada del hospital: Don Ernesto había fallecido mientras dormía.
La noticia me golpeó como un balde de agua fría. Sentí una tristeza profunda por la pérdida de un hombre que había llegado a significar tanto para mí en tan poco tiempo.
En el funeral, conocí a algunos de sus amigos y vecinos. Todos hablaban de él con cariño y respeto. Me di cuenta de que Don Ernesto había tocado muchas vidas con su presencia silenciosa.
De regreso al café, las cosas no volvieron a ser las mismas sin él. Pero cada vez que servía un café negro o preparaba tostadas con manteca, pensaba en él y en la conexión especial que habíamos compartido.
A veces me pregunto si alguna vez podré llenar el vacío que dejó su ausencia. ¿Cómo es posible que alguien que apenas conocías pueda dejar una marca tan profunda en tu vida?