El Secreto Detrás de Su Café Salado

«¡Javier, por el amor de Dios! ¿Por qué siempre le pones sal al café?» le pregunté una mañana mientras él, con su sonrisa traviesa, vertía una pizca de sal en su taza humeante. «Es un gusto adquirido, mi amor», respondió con un guiño, como si fuera un secreto que solo él conocía. Nunca entendí esa manía suya, pero después de tantos años juntos, había aprendido a aceptar sus excentricidades.

Javier y yo nos conocimos en una pequeña cafetería en el centro de Bogotá. Era un día lluvioso y yo había entrado para refugiarme del aguacero. Allí estaba él, sentado en una esquina, con un libro en la mano y una taza de café frente a él. Me acerqué a pedir mi bebida y, al girar para buscar una mesa, tropecé con su mirada. «¿Te importa si me siento aquí?» le pregunté, señalando la silla vacía frente a él. «Por supuesto», respondió con una sonrisa que iluminó el gris del día.

Desde ese momento, nuestras vidas se entrelazaron como los hilos de un tapiz. Javier era un hombre lleno de historias y sueños, siempre dispuesto a compartir su mundo conmigo. Sin embargo, nunca dejó de ser un enigma en muchos aspectos, especialmente con su extraño hábito de poner sal en el café.

Pasaron los años y nuestra vida juntos fue una mezcla de momentos dulces y amargos, como el sabor de su café. Tuvimos dos hijos maravillosos, Camila y Andrés, quienes llenaron nuestro hogar de risas y caos. Pero también enfrentamos dificultades: problemas económicos, enfermedades y la inevitable rutina que a veces amenazaba con apagar la chispa entre nosotros.

Una tarde de domingo, mientras los niños jugaban en el jardín y yo preparaba la cena, Javier se acercó a mí con una expresión seria en el rostro. «Patricia», dijo suavemente, «hay algo que necesito contarte». Mi corazón dio un vuelco. «¿Qué sucede?» pregunté, tratando de mantener la calma.

«Es sobre el café», comenzó, pero antes de que pudiera continuar, el teléfono sonó interrumpiéndonos. Era mi madre llamando desde Medellín; necesitaba ayuda con unos trámites urgentes. La conversación quedó inconclusa y Javier nunca volvió a mencionarlo.

Unos meses después, Javier sufrió un infarto fulminante mientras regresaba del trabajo. Su partida fue un golpe devastador para todos nosotros. En medio del dolor y la confusión, me encontré revisando sus cosas, buscando consuelo en sus pertenencias.

Fue entonces cuando encontré una carta escondida entre las páginas de su libro favorito. Estaba dirigida a mí. Con manos temblorosas, la abrí y comencé a leer:

«Mi querida Patricia,

Si estás leyendo esto, significa que ya no estoy contigo. Quiero que sepas que cada momento a tu lado ha sido un regalo que atesoraré por siempre.

Sé que siempre te intrigó mi costumbre de poner sal en el café. La verdad es que no es solo un capricho. Cuando era niño, mi familia vivía cerca del mar en Cartagena. Mi madre solía preparar café para mi padre después de largas jornadas de pesca. Un día, por error, confundió el azúcar con la sal. Mi padre bebió el café sin decir nada y cuando mi madre se dio cuenta del error, él simplemente sonrió y dijo que le gustaba así.

Desde entonces, el café salado se convirtió en un símbolo del amor incondicional entre mis padres. Para mí, es un recordatorio diario de que el amor verdadero acepta las imperfecciones y encuentra belleza en lo inesperado.

Espero que ahora entiendas por qué siempre lo hice. No era solo por el sabor; era mi manera de honrar ese legado y nuestro amor.

Con todo mi amor,
Javier»

Las lágrimas rodaron por mis mejillas mientras terminaba de leer la carta. De repente, todo cobró sentido: el café salado no era solo una peculiaridad; era una declaración silenciosa de amor.

Desde ese día, cada vez que preparo café para mí o para nuestros hijos, añado una pizca de sal. Es mi forma de mantener viva la memoria de Javier y recordar que el amor verdadero trasciende incluso las pequeñas excentricidades.

Me pregunto si alguna vez podré amar a alguien más como amé a Javier. ¿Es posible encontrar nuevamente esa conexión tan profunda? O tal vez el verdadero amor solo ocurre una vez en la vida.