Cuando Carmen se fue de vacaciones, me encargaron a los «hombres de la casa»
«¡Lucía, por favor, no olvides regar las plantas y asegurarte de que los chicos no se queden despiertos hasta tarde!», me dijo Carmen mientras cerraba la maleta con un chasquido final. Su voz estaba llena de una mezcla de emoción y preocupación. Era la primera vez que ella y su esposo, Javier, se iban de vacaciones solos desde que tuvieron a sus hijos, y yo, su hermana menor, había sido elegida para cuidar de la casa y de los «hombres de la casa».
«No te preocupes, Carmen. Todo estará bajo control», respondí con una sonrisa que intentaba ocultar mi nerviosismo. La verdad es que no tenía idea de lo que me esperaba.
Los «hombres de la casa» eran mis sobrinos: Alejandro, de dieciséis años, y Pablo, de doce. Alejandro estaba en esa etapa rebelde en la que todo lo que decía un adulto era motivo de burla o desafío. Pablo, por otro lado, era más tranquilo, pero su curiosidad insaciable lo metía en problemas constantemente.
La primera noche transcurrió sin incidentes mayores. Después de preparar la cena, los chicos se retiraron a sus habitaciones y yo me acomodé en el sofá con un libro. Sin embargo, mi tranquilidad se vio interrumpida por un fuerte golpe proveniente del piso superior. Subí corriendo las escaleras y encontré a Alejandro en el suelo del pasillo, frotándose el codo.
«¿Qué ha pasado?», pregunté alarmada.
«Nada, solo me tropecé», respondió él con una mueca de dolor.
«Alejandro, tienes que tener más cuidado», le dije mientras lo ayudaba a levantarse.
A medida que pasaban los días, me di cuenta de que Alejandro estaba más distante de lo habitual. Pasaba horas encerrado en su habitación y apenas hablaba conmigo o con Pablo. Una noche, mientras cenábamos, decidí enfrentar el tema.
«Alejandro, ¿todo está bien? Te noto un poco… distante», comenté con cautela.
Él levantó la vista del plato y me miró fijamente. «Estoy bien», respondió secamente.
Pablo intervino: «Alejandro ha estado hablando mucho con una chica por el teléfono. Creo que está enamorado».
Alejandro lanzó una mirada fulminante a su hermano menor. «¡Cállate, Pablo! No es asunto tuyo», espetó.
La tensión en el aire era palpable. Decidí cambiar de tema para aliviar el ambiente, pero no pude dejar de pensar en lo que Pablo había dicho. Esa noche, después de que los chicos se fueron a dormir, me quedé despierta pensando en cómo podría ayudar a Alejandro sin invadir su privacidad.
Al día siguiente, mientras Pablo estaba en la escuela y Alejandro aún dormía, decidí limpiar su habitación como una excusa para hablar con él. Toqué suavemente la puerta antes de entrar.
«Alejandro, ¿puedo pasar?», pregunté desde el umbral.
«Sí», respondió él con voz somnolienta.
Entré y comencé a recoger algunas prendas del suelo. «¿Quieres hablar sobre esa chica?», le pregunté casualmente.
Alejandro suspiró profundamente. «No sé qué hacer», confesó finalmente. «Me gusta mucho, pero no sé si ella siente lo mismo».
Me senté en el borde de su cama y le dije: «A veces es mejor ser honesto sobre cómo te sientes. Si no lo intentas, nunca sabrás qué podría pasar».
Él asintió lentamente, como si estuviera considerando mis palabras por primera vez.
Esa tarde, cuando regresé del supermercado con Pablo, noté que Alejandro estaba más animado. Me sonrió tímidamente y me agradeció por el consejo antes de salir corriendo hacia su habitación con el teléfono en mano.
Los días siguientes fueron más tranquilos. Alejandro parecía más feliz y Pablo estaba emocionado porque su hermano mayor le había prometido enseñarle a jugar al fútbol mejor. Sin embargo, justo cuando pensaba que todo estaba bajo control, recibí una llamada inesperada de Carmen.
«Lucía, hay algo que no te dije antes de irme», comenzó diciendo con voz temblorosa. «Javier y yo estamos pasando por un momento difícil… Estamos considerando separarnos».
La noticia me dejó sin aliento. «¿Por qué no me dijiste nada?», pregunté incrédula.
«No quería preocuparte ni cargar más sobre tus hombros», explicó Carmen entre sollozos.
Colgué el teléfono sintiéndome abrumada por la responsabilidad que ahora recaía sobre mí. No solo tenía que cuidar de mis sobrinos, sino también protegerlos del dolor inminente que les causaría la separación de sus padres.
Esa noche, mientras observaba a Alejandro y Pablo dormir plácidamente, me pregunté cómo podría ayudarles a enfrentar lo que estaba por venir sin romper sus corazones inocentes. ¿Cómo se les explica a dos niños que el amor entre sus padres ya no es suficiente para mantenerlos juntos?
Quizás nunca haya una respuesta fácil para eso. Pero lo único que sé es que haré todo lo posible para estar ahí para ellos cuando llegue el momento. Porque al final del día, ¿no es eso lo que significa ser familia?