Las Visitas Inquebrantables de Carmen: Una Década Más Allá del Divorcio

«¡Carmen! ¿Otra vez vas a casa de Doña Consuelo?», me gritó mi hermana Laura desde la ventana del segundo piso mientras yo cerraba la puerta de mi casa. Su tono era una mezcla de incredulidad y reproche, como si no pudiera entender por qué, después de diez años de haberme divorciado de Javier, seguía visitando a su madre casi a diario.

«Sí, Laura, ya sabes que sí», respondí con un suspiro, ajustándome el abrigo antes de salir al frío aire de la mañana. No tenía ganas de discutir, y mucho menos de justificarme ante ella o ante nadie más. Las visitas a Doña Consuelo eran algo que había decidido hacer por mí misma, sin importar lo que los demás pensaran.

El camino hacia la casa de Doña Consuelo era corto, pero cada paso me recordaba los años pasados, las risas y las lágrimas compartidas en esa misma calle. Al llegar, toqué suavemente la puerta y esperé. La puerta se abrió lentamente y ahí estaba ella, con su sonrisa cálida y sus ojos llenos de una sabiduría que solo el tiempo puede otorgar.

«Carmen, querida, pasa», me dijo mientras me hacía un gesto para entrar. El aroma familiar del café recién hecho llenaba el aire, y por un momento, todo parecía como antes.

Nos sentamos en la pequeña cocina, y mientras ella servía el café, me preguntó: «¿Cómo está tu madre? Hace tiempo que no la veo».

«Está bien, gracias. Siempre pregunta por ti», respondí mientras tomaba un sorbo de café. La conversación fluía naturalmente entre nosotras, como si el tiempo no hubiera pasado.

Sin embargo, había algo más profundo que nos unía, algo que ni siquiera Javier sabía. Durante años, Doña Consuelo había sido mi confidente, mi refugio en momentos de desesperación. Cuando Javier y yo nos divorciamos, ella fue la única que no me juzgó, que entendió mis razones sin necesidad de explicaciones.

«Carmen», dijo de repente con una seriedad que me hizo mirarla fijamente. «He estado pensando en lo que hablamos la última vez».

Mi corazón dio un vuelco. Sabía exactamente a qué se refería. Habíamos hablado sobre el secreto que compartíamos, uno que podría cambiarlo todo si saliera a la luz.

«Consuelo», respondí con voz temblorosa, «no sé si estoy lista para eso».

Ella asintió lentamente, comprendiendo mis miedos. «Lo sé, querida. Pero tarde o temprano tendrás que enfrentarlo».

El secreto era simple pero devastador: Javier tenía una hija que nunca conoció. Una hija que nació después de nuestro divorcio y que había decidido criar sola. Doña Consuelo había sido mi apoyo durante todo el embarazo y los primeros años de vida de mi hija, Lucía.

«¿Y Lucía?», preguntó Consuelo suavemente.

«Está bien», respondí con una sonrisa triste. «Es una niña maravillosa».

La conversación continuó entre nosotras, pero mi mente estaba en otro lugar. Sabía que algún día tendría que contarle a Javier sobre Lucía, pero el miedo al rechazo y al dolor que podría causar me paralizaba.

Al salir de la casa de Doña Consuelo esa mañana, sentí el peso del mundo sobre mis hombros. Las miradas curiosas de los vecinos no ayudaban; sus susurros eran como cuchillos afilados en mi conciencia.

De regreso a casa, me encontré con Javier en la calle. Nos saludamos cordialmente, como dos extraños que alguna vez compartieron una vida juntos. «Carmen», dijo él con una sonrisa forzada. «He escuchado que visitas mucho a mi madre».

«Sí», respondí simplemente, sin querer entrar en detalles.

«Espero que todo esté bien», dijo antes de despedirse y continuar su camino.

Me quedé parada allí por un momento, viendo cómo se alejaba. ¿Cómo le diría? ¿Cómo le explicaría todo lo que había pasado sin romper lo poco que quedaba entre nosotros?

Esa noche, mientras miraba a Lucía dormir plácidamente en su cama, me pregunté si algún día tendría el valor para enfrentar mi pasado y revelar la verdad. ¿Es posible encontrar el perdón cuando el miedo nos consume? ¿Podría Javier entender alguna vez las decisiones que tomé?

La vida es un laberinto de decisiones difíciles y secretos ocultos. Y mientras me acurrucaba junto a mi hija, supe que algún día tendría que encontrar la salida.