El Silencio de las Montañas

La noche era oscura y el viento soplaba con una fuerza que parecía querer arrancar las estrellas del cielo. Me encontraba en medio de las montañas andinas, con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho. «¡Tomás!» grité con todas mis fuerzas, pero solo el eco me respondió, devolviendo mi voz como un susurro burlón. Mi hermano menor había desaparecido hacía ya tres días, y cada minuto que pasaba sin noticias suyas era una daga que se clavaba más profundo en mi alma.

Mi madre, Rosa, estaba destrozada. Desde que papá nos dejó hace años, Tomás había sido su razón de vivir. «No puedo perderlo también», sollozaba entre lágrimas mientras yo intentaba consolarla, aunque sabía que mis palabras eran vacías. Mi padre había sido un hombre fuerte, pero su ausencia había dejado un vacío que ni siquiera el tiempo había logrado llenar.

La policía local había hecho lo posible, pero en nuestra pequeña comunidad en las montañas, los recursos eran limitados. «Lo siento, Mariana», me dijo el oficial Pérez con una mirada de impotencia. «Hemos buscado por todos lados, pero no hay rastro de él». Sus palabras resonaban en mi mente mientras caminaba por los senderos oscuros, con la linterna temblando en mi mano.

No podía quedarme de brazos cruzados. Sabía que debía hacer algo más. Recordé las historias que mi abuelo me contaba sobre los espíritus de las montañas, guardianes invisibles que protegían a los viajeros perdidos. «Cuando todo parece perdido, escucha el silencio», solía decirme. Así que me detuve un momento, cerré los ojos y dejé que el viento me hablara.

Fue entonces cuando escuché un murmullo lejano, un sonido apenas perceptible entre el silbido del viento. Sin pensarlo dos veces, seguí ese sonido, adentrándome más en la oscuridad. Cada paso era una lucha contra el miedo y la desesperación, pero algo dentro de mí me decía que debía continuar.

Finalmente, llegué a un claro iluminado por la pálida luz de la luna. Allí, entre las sombras de los árboles, vi una figura acurrucada en el suelo. «¡Tomás!» corrí hacia él con el corazón en la garganta. Estaba débil y asustado, pero vivo. «Hermana», murmuró con voz quebrada mientras lo abrazaba con todas mis fuerzas.

Lo llevé de regreso a casa, donde mamá nos esperaba con lágrimas de alivio en los ojos. «Gracias a Dios», repetía una y otra vez mientras abrazaba a Tomás como si nunca fuera a soltarlo.

Esa noche, mientras observaba a mi hermano dormir seguro en su cama, comprendí que había aprendido una lección invaluable. La esperanza es importante, pero no basta por sí sola. A veces, debemos ser nosotros quienes demos el primer paso hacia lo desconocido, quienes enfrentemos nuestros miedos y busquemos aquello que creemos perdido.

En la vida, hay momentos en los que la inacción no es una opción. Cuando todo parece oscuro y sin salida, debemos recordar que siempre hay un camino por recorrer, aunque no podamos verlo claramente al principio.

Y ahora me pregunto: ¿Cuántas veces nos detenemos ante el miedo y la incertidumbre cuando lo único que necesitamos es dar un paso más? ¿Cuántas veces dejamos que la desesperación nos paralice cuando podríamos encontrar la fuerza para seguir adelante? La respuesta está en nosotros mismos.