Olvidada por Todos: La Historia del Último Testamento de la Abuela Carmen
La lluvia golpeaba con fuerza las ventanas de mi pequeña casa en el pueblo de Castilla. Me encontraba sentada en mi sillón favorito, rodeada de recuerdos que parecían más vivos que nunca. La fotografía de Manuel, mi único hijo, sonreía desde la repisa, junto a las imágenes de mis nietos: Lucía, Javier y Marta. Sin embargo, hacía años que no escuchaba sus voces ni sentía sus abrazos.
«¿Por qué me han olvidado?», me preguntaba una y otra vez mientras el reloj de pared marcaba las horas con su monótono tic-tac. La soledad se había convertido en mi única compañía desde que Manuel se mudó a la ciudad en busca de un futuro mejor para su familia. Al principio, las visitas eran frecuentes, pero con el tiempo se hicieron esporádicas hasta desaparecer por completo.
Una tarde, mientras organizaba mis papeles, me topé con el viejo testamento que había redactado años atrás. «Es hora de actualizarlo», pensé. Con manos temblorosas, comencé a escribir mis últimas voluntades, asegurándome de que cada uno de mis seres queridos recibiera algo significativo. No era mucho lo que tenía, pero cada objeto estaba cargado de recuerdos y amor.
Decidí llamar a Manuel para informarle sobre el nuevo testamento. «Mamá, estoy muy ocupado ahora mismo», respondió con voz apresurada. «Hablamos luego, ¿vale?». Colgué el teléfono sintiendo una punzada en el corazón. Sabía que ese «luego» nunca llegaría.
Pasaron semanas y mi salud comenzó a deteriorarse. Una mañana, al despertar, sentí un dolor agudo en el pecho. «No puede ser», pensé mientras intentaba levantarme del sofá sin éxito. Con el poco aliento que me quedaba, logré llamar a una ambulancia.
En el hospital, rodeada de extraños y máquinas que pitaban sin cesar, me di cuenta de que mi tiempo se agotaba. «¿Dónde están?», me pregunté mientras miraba la puerta con la esperanza de ver a mi familia entrar por ella. Pero nadie llegó.
Finalmente, una enfermera se acercó con una carta en la mano. «Es de su hijo», dijo con una sonrisa compasiva. Con manos temblorosas, abrí el sobre y leí las palabras que Manuel había escrito apresuradamente: «Mamá, lamento no haber estado más presente. Te quiero mucho».
Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas mientras apretaba la carta contra mi pecho. Era un gesto tardío, pero al menos sabía que aún pensaba en mí.
Días después, rodeada por el silencio del hospital, cerré los ojos por última vez. Mi último pensamiento fue para ellos, deseando que encontraran paz y amor en sus vidas.
Cuando finalmente recibieron la noticia de mi partida, Manuel y los niños regresaron al pueblo. Al entrar en mi casa vacía, encontraron el testamento sobre la mesa del comedor. Cada uno recibió lo que les había dejado: un álbum de fotos para Lucía, el reloj de pared para Javier y mi colección de libros para Marta.
«¿Por qué no estuvimos aquí cuando más nos necesitaba?», se preguntó Manuel mientras las lágrimas caían por su rostro.
Ahora me pregunto desde algún lugar más allá: ¿Por qué esperamos hasta perder lo que amamos para darnos cuenta de su valor? ¿Por qué olvidamos tan fácilmente a quienes nos dieron todo? Espero que mi historia sirva como recordatorio para aquellos que aún tienen tiempo de cambiar su destino.