Cuando el Espejo se Rompe: La Historia de Victoria

—¿Por qué huele a perfume de mujer en tu camisa, Roberto? —pregunté mientras sostenía la prenda entre mis manos temblorosas. Era un martes cualquiera, o eso pensaba yo. El reloj marcaba las ocho y media, la hora en la que él siempre volvía a casa, puntual como un funcionario de correos. Nuestra hija, Lucía, hacía los deberes en la mesa del salón, ajena al terremoto que estaba a punto de sacudir su mundo.

Roberto me miró con una mezcla de sorpresa y fastidio, como si mi pregunta fuera una molestia más en su día. —No empieces, Victoria. Habrá sido en el metro, o en la oficina. Ya sabes cómo es Madrid, todo el mundo pegado —respondió, evitando mi mirada.

Pero yo ya no podía ignorar lo evidente. Llevaba meses sintiendo que algo no encajaba: las llamadas contestadas en voz baja, los mensajes borrados del móvil, esa distancia invisible que se había instalado entre nosotros. Pero siempre encontraba una excusa para no enfrentarme a la verdad. ¿Cómo iba a sospechar de Roberto? El hombre que me regalaba flores cada aniversario, que nunca olvidaba recoger a Lucía del colegio, que parecía el marido perfecto ante todos.

Esa noche no dormí. Me levanté varias veces para mirar a Roberto mientras dormía. Su respiración tranquila me resultaba ajena, como si compartiera cama con un desconocido. Al amanecer, tomé una decisión: necesitaba saber la verdad, aunque me destrozara.

Durante semanas, me convertí en detective de mi propia vida. Revisé facturas, busqué recibos extraños, observé sus movimientos con una atención casi obsesiva. Hasta que una tarde de viernes, mientras él decía estar en una reunión interminable, lo vi salir de un portal en Chamberí acompañado de una mujer rubia, elegante y mucho más joven que yo. Se besaron antes de separarse. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

No recuerdo cómo llegué a casa. Solo sé que esa noche lloré hasta quedarme sin lágrimas. Al día siguiente, cuando Lucía fue a casa de su amiga Marta a dormir, enfrenté a Roberto.

—Lo sé todo —le dije sin rodeos—. Te vi con ella. No tienes nada más que decirme.

Roberto se quedó en silencio unos segundos eternos. Luego bajó la cabeza y murmuró:

—No quería hacerte daño…

—¿No querías hacerme daño? ¿Después de doce años juntos? ¿Después de construir una familia? —grité, sintiendo cómo la rabia y la tristeza me desgarraban por dentro.

Él intentó justificarse: que estaba confundido, que la rutina nos había matado poco a poco, que no quería perder a Lucía… Palabras vacías que rebotaban en las paredes del salón como ecos de una vida que ya no existía.

Durante días vivimos en una especie de limbo. Roberto dormía en el sofá y evitaba mirarme a los ojos. Lucía notaba la tensión y me preguntaba si papá y mamá estaban enfadados. Yo le respondía con evasivas, incapaz de romperle el corazón como habían hecho con el mío.

En el trabajo apenas podía concentrarme. Mis compañeras notaban mi tristeza y me animaban a salir, pero yo solo quería volver a casa y abrazar a mi hija. Mi madre vino desde Salamanca para apoyarme. Una tarde, mientras tomábamos café en la cocina, me dijo:

—Victoria, tienes que pensar en ti. No puedes vivir con alguien que te ha traicionado así. Eres fuerte, hija.

Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía vacía, como si toda mi vida hubiera sido una mentira bien contada.

Roberto y yo hablamos muchas veces durante esas semanas. Él insistía en quedarse por Lucía, en intentar mantener las apariencias por ella. Yo le pregunté si seguía viendo a esa mujer y él lo negó al principio, pero luego admitió que no podía dejarla.

—¿Y yo? ¿Qué hago ahora? —le pregunté una noche mientras Lucía dormía.

—No lo sé —susurró—. Solo sé que no quiero perder a mi hija.

La decisión fue mía: le pedí que se quedara hasta final de curso para no desestabilizar a Lucía antes de los exámenes finales. Pero cada día era una tortura: desayunar juntos fingiendo normalidad, ir al parque los tres como si nada hubiera pasado, escuchar a Lucía hablar emocionada de sus planes para el verano.

Una tarde de junio, mientras recogía la ropa del tendedero en la terraza comunitaria, me encontré con Carmen, mi vecina del cuarto. Me miró con compasión y me dijo:

—Victoria, nadie merece vivir así. Si necesitas hablar o salir un rato, aquí estoy.

Sus palabras me hicieron llorar otra vez. Pero también me dieron fuerzas para empezar a pensar en mí misma. Empecé a salir más con amigas, a retomar mis clases de pilates y hasta me apunté a un taller de escritura creativa en el centro cultural del barrio.

Poco a poco fui recuperando algo de alegría. Lucía notaba el cambio y me abrazaba más fuerte cada noche antes de dormir.

El día que Roberto hizo las maletas para irse definitivamente fue uno de los más duros de mi vida. Lucía lloró desconsolada y yo tuve que ser fuerte por las dos. Le expliqué que papá y mamá ya no podían vivir juntos pero que siempre la querríamos igual.

Ahora vivo sola con mi hija en nuestro piso de Carabanchel. Hay días buenos y días malos. A veces me despierto pensando en todo lo perdido; otras veces siento alivio por haber salido de una mentira tan grande.

He aprendido que la vida puede romperse en mil pedazos sin previo aviso y que solo nos queda recoger los trozos e intentar recomponerlos como mejor podamos.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en matrimonios rotos solo por miedo al qué dirán o por proteger a sus hijos? ¿Merece la pena sacrificar nuestra felicidad por mantener una fachada? ¿Qué haríais vosotras si estuvierais en mi lugar?