El Favor Que Me Costó Todo: La Historia de un Hermano y un Auto
—¡Alexis, por favor! No tengo a nadie más, vos sabés cómo es la cosa con Lucía. Si no saco el auto de mi nombre, me lo va a quitar en el juicio—. La voz de mi hermano Julián temblaba al otro lado del teléfono. Era una noche húmeda en Buenos Aires, y yo acababa de llegar del trabajo, cansado y con la cabeza llena de cuentas por pagar.
Nunca me imaginé que esa llamada sería el principio del peor año de mi vida.
Julián siempre fue el menor, el que se metía en problemas y salía ileso gracias a mamá o a mí. Pero esta vez era distinto. Su divorcio con Lucía era un escándalo: peleas en la puerta del edificio, gritos que escuchaba todo el barrio, abogados y amenazas de embargos. Yo, que siempre fui el responsable, el que pagaba sus cuentas a tiempo y evitaba los líos, sentí que tenía que ayudarlo. ¿Qué clase de hermano sería si no?
—Bueno, Julián. Lo hacemos mañana. Pero después no quiero problemas— le dije, sin saber que estaba firmando mi sentencia.
Al día siguiente fuimos al registro automotor. El trámite fue rápido: firmé papeles, pagué una tasa y salimos con el auto oficialmente a mi nombre. Julián me abrazó fuerte y me prometió que en cuanto pasara la tormenta, lo pondríamos todo en orden.
Al principio, nada cambió. Julián seguía usando el auto para ir a su trabajo en una fábrica en Avellaneda. Yo apenas lo veía los fines de semana, cuando venía a casa a comer milanesas con mamá. Pero a los pocos meses, empezaron los problemas.
Una mañana recibí una carta documento: había una multa por exceso de velocidad en la autopista Illia. No era gran cosa, pero la multa estaba a mi nombre. Llamé a Julián:
—Che, ¿vos pasaste por la Illia hace dos semanas? Me llegó una multa.
—Sí, sí, tranqui, yo la pago— me dijo apurado. Pero pasaron los días y nada. Después llegó otra multa, esta vez por estacionar en doble fila en San Telmo. Y otra más por no pagar el peaje. Todas sumaban intereses y todas estaban a mi nombre.
Empecé a preocuparme. Fui a buscarlo al taller donde trabajaba, pero ya no estaba ahí. Había renunciado hacía un mes y nadie sabía dónde vivía ahora. Mamá tampoco tenía noticias suyas; decía que estaba «haciendo changas» y que no quería molestarme.
Mientras tanto, las multas seguían llegando. Un día recibí una notificación del banco: había una deuda prendaria sobre el auto que yo desconocía. Julián había pedido un préstamo usando el auto como garantía antes de transferírmelo. Ahora los intereses se acumulaban y el banco amenazaba con embargarme.
Me sentí traicionado y furioso. ¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? Empecé a buscarlo por todos lados: llamé a sus amigos, recorrí los bares donde solía ir, hasta fui a la casa de Lucía para ver si sabía algo.
—¿Vos también estás buscando a Julián?— me dijo ella con una risa amarga—. Se llevó todo lo que pudo antes de irse: la tele, la PlayStation del nene… hasta mi bicicleta. Ese auto es lo único que le queda.
Volví a casa derrotado. Mamá me esperaba sentada en la cocina, con los ojos rojos de tanto llorar.
—Alexis, no te pelees con tu hermano… Él está mal, pero va a aparecer— me suplicó.
Pero yo ya no podía más. Las deudas me ahogaban: tuve que pedir un préstamo para pagar las multas y evitar el embargo del banco. Mi sueldo apenas alcanzaba para sobrevivir y empecé a atrasarme con el alquiler. Mis amigos me decían que vendiera el auto para saldar todo, pero ¿cómo iba a hacerlo si ni siquiera lo tenía?
Pasaron meses hasta que Julián apareció una noche en casa, flaco y desaliñado.
—Perdoname, Alexis… No sabía cómo enfrentarte— murmuró desde la puerta.
Lo miré con rabia y tristeza.
—¿Sabés todo lo que me hiciste pasar? ¡Estoy endeudado hasta el cuello por tu culpa! ¿Por qué no me llamaste antes?
Julián bajó la cabeza.
—Me daba vergüenza… Pensé que podía arreglarlo solo. El auto lo vendí para pagarle a un tipo al que le debía plata… No sé ni dónde está ahora.
Sentí que se me caía el mundo encima. Todo ese sacrificio, toda esa confianza… ¿para qué?
Esa noche discutimos como nunca antes. Mamá lloraba en la cocina mientras nosotros nos gritábamos verdades viejas: que él siempre fue un irresponsable, que yo siempre fui el salvador de todos; que él nunca pensaba en las consecuencias y yo nunca sabía decir que no.
Al final, Julián se fue sin mirar atrás. Yo quedé solo con mis deudas y una amarga lección sobre los límites del amor fraternal.
Hoy sigo pagando las consecuencias de ese favor maldito. Perdí la confianza en mi hermano y aprendí que ayudar no siempre significa sacrificarse hasta perderlo todo.
A veces me pregunto: ¿cuántos de nosotros hemos puesto el pecho por la familia hasta quedar vacíos? ¿Vale la pena cargar con los errores ajenos solo por amor?