La barrera de la abuela: El precio de la distancia
—¿Por qué no me lo dejan a mí? —me pregunté por enésima vez mientras veía a Carson, mi nieto de tres años, aferrarse a la pierna de Sierra antes de entrar a la guardería. El sol de la Ciudad de México caía fuerte esa mañana, pero el frío que sentí en el pecho era más intenso que cualquier corriente de aire.
Mi hijo Nicolás y su esposa Sierra me habían dado la noticia hacía un mes: “Mamá, creemos que es mejor que Carson vaya a la guardería. Así convive con otros niños y aprende cosas nuevas”. Yo asentí, fingiendo comprensión, pero por dentro sentí cómo se me rompía algo. ¿No era yo suficiente? ¿No había criado a Nicolás con amor y disciplina? ¿No tenía yo la experiencia y el cariño para cuidar a mi propio nieto?
Esa mañana, después de dejar a Carson en la guardería, Sierra se acercó a mí. Su voz era suave pero firme:
—Victoria, sé que esto es difícil para usted. Pero necesitamos que Carson se adapte al mundo, que aprenda a socializar. Además, usted todavía tiene sus clientes y sabemos que está ocupada.
—Sierra, yo puedo organizarme. No me pesa dejar mis cosas por mi nieto —le respondí, conteniendo las lágrimas. Pero ella solo me sonrió con esa amabilidad distante que nunca he logrado descifrar.
Regresé a casa y me senté frente a mi escritorio, donde aún llevaba las cuentas de tres pequeños negocios del barrio. Los números bailaban frente a mis ojos, pero mi mente estaba lejos. Recordé cuando Nicolás era pequeño y yo tenía que dejarlo con mi madre porque trabajaba hasta tarde. Siempre pensé que algún día podría devolverle ese tiempo a la vida cuidando a mis nietos. Pero ahora parecía que el destino tenía otros planes.
Las semanas pasaron y la distancia entre Carson y yo creció. Antes corría a mis brazos cada vez que me veía; ahora apenas me saludaba, distraído con los cuentos y canciones que aprendía en la guardería. Nicolás intentaba mediar:
—Mamá, no te lo tomes personal. Es solo una etapa. Carson te quiere mucho.
Pero yo sentía que perdía algo irremplazable. En cada reunión familiar, veía cómo Sierra presumía los dibujos de Carson o contaba anécdotas sobre sus nuevos amigos. Yo escuchaba en silencio, sintiéndome una extraña en mi propia familia.
Una tarde, mientras preparaba tamales para el cumpleaños de Carson, escuché sin querer una conversación entre Nicolás y Sierra en la cocina:
—¿Y si un día le pedimos a tu mamá que lo cuide? —sugirió Nicolás.
—No sé… Victoria es muy estricta. Además, siempre está ocupada con sus cuentas. Prefiero que Carson esté con personas capacitadas —respondió Sierra.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Acaso mi experiencia no contaba? ¿Mi amor no era suficiente? Me encerré en el baño y lloré en silencio, recordando los sacrificios que hice para criar a Nicolás sola después de que su papá nos dejó.
Un día, decidí enfrentar la situación. Llamé a Nicolás y le pedí que viniera solo. Cuando llegó, le serví café y pan dulce, como cuando era niño.
—Hijo, necesito hablar contigo —dije con voz temblorosa—. Siento que me están apartando de Carson. Yo quiero estar presente en su vida, no solo como abuela de fiestas o domingos.
Nicolás bajó la mirada.
—Mamá… no es fácil. Sierra tiene miedo de que te canses o te estreses. Y sí… también piensa que eres muy estricta.
—¿Estrica? —repetí—. Tal vez lo soy porque así aprendí a sobrevivir en este país donde nada es fácil para una mujer sola. Pero nunca le haría daño a mi nieto.
Nicolás me tomó la mano.
—Lo sé, mamá. Pero también tienes derecho a descansar…
—¿Descansar? —me reí amargamente—. ¿De qué sirve descansar si siento que me estoy apagando poco a poco?
Esa noche no dormí. Pensé en todas las abuelas del barrio: Doña Carmen cuidando a sus nietos mientras su hija vende quesadillas; Doña Lupita recogiendo a los niños de la escuela porque los papás trabajan hasta tarde. ¿Por qué yo no podía ser como ellas?
La siguiente semana, Carson enfermó de gripe y no pudo ir a la guardería. Sierra me llamó de emergencia:
—Victoria, ¿puede ayudarnos? No tenemos con quién dejarlo…
Sentí una mezcla de alegría y miedo. Fui corriendo a su casa y encontré a Carson pálido y decaído. Lo abracé fuerte y le preparé un caldo de pollo como hacía con Nicolás. Pasamos el día juntos: le conté historias de cuando su papá era niño, le enseñé canciones antiguas y hasta le tejí una bufanda pequeña.
Al final del día, Sierra llegó y vio a Carson dormido en mis brazos. Por primera vez en mucho tiempo, me sonrió sinceramente.
—Gracias, Victoria… De verdad.
Esa noche, mientras caminaba de regreso a casa bajo las luces tenues del barrio, sentí una paz extraña. Tal vez no sería la abuela principal en la vida de Carson; tal vez tendría que compartirlo con el mundo moderno y sus reglas nuevas. Pero ese día entendí que mi amor seguía ahí, esperando su momento para florecer.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas abuelas como yo sienten que el mundo les da la espalda cuando solo quieren dar amor? ¿Será que la modernidad nos está robando los pequeños milagros cotidianos del cariño familiar?