El Desgarramiento: Cuando Ignoramos los Principios que Sostienen el Amor
—¡No me hables de respeto, Tomás!— gritó Camila, su voz quebrándose como la taza de café que acababa de estrellar contra el suelo de la cocina. El eco del golpe retumbó en mi pecho más fuerte que cualquier palabra. Era martes, pero en nuestra casa los días ya no tenían nombre; solo se sentían pesados, como si cada uno fuera el último.
Me quedé parado, con las manos temblorosas y la garganta seca. Quise acercarme, pero ella retrocedió, los ojos llenos de lágrimas y rabia. “¿En qué momento nos convertimos en esto?”, pensé. Hace diez años, cuando nos casamos en la pequeña iglesia de San José, prometimos amarnos y respetarnos. Pero esas promesas se habían ido desvaneciendo entre cuentas impagas, jornadas dobles y silencios cada vez más largos.
Camila y yo venimos de familias humildes de Medellín. Nuestros padres nos enseñaron a rezar antes de dormir y a compartir el pan aunque fuera poco. Pero cuando la vida empezó a apretarnos, dejamos de lado esas pequeñas cosas. Yo me sumergí en el trabajo, obsesionado con darle a Camila lo que nunca tuve: una casa propia, un carro usado, vacaciones en Santa Marta aunque fuera solo una vez al año. Ella, por su parte, se refugió en su grupo de amigas y en la iglesia, pero poco a poco dejó de invitarme a acompañarla los domingos.
La primera grieta apareció cuando perdimos al bebé. Fue un aborto espontáneo, pero ninguno supo cómo consolar al otro. Yo me encerré en el taller mecánico hasta la madrugada; ella lloraba sola en la habitación. “Dios tiene sus planes”, decían las vecinas, pero a mí me costaba creerlo. Empecé a cuestionar todo: mi fe, mi matrimonio, incluso mi valor como hombre.
—¿Por qué ya no rezas conmigo?— me preguntó Camila una noche, su voz apenas un susurro.
—¿Para qué?— respondí seco—. Si igual nada cambia.
Esa noche dormimos espalda con espalda. Y así siguieron muchas más.
Con el tiempo, la distancia se volvió costumbre. Yo llegaba tarde y ella ya estaba dormida o fingía estarlo. Las conversaciones eran solo sobre lo necesario: la factura del gas, el mercado del mes, la cita con el médico de su mamá. Lo esencial —el amor, la fe, el perdón— quedó relegado a un rincón polvoriento del corazón.
Un día encontré un mensaje en su celular. No era nada comprometedor, pero sí suficiente para encender mis inseguridades: “Gracias por escucharme hoy, Pastor Andrés. Sentí mucha paz”. Sentí celos, rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Por qué ella podía abrirse con otro y no conmigo?
Esa noche discutimos hasta quedarnos sin voz. Le reclamé por buscar consuelo fuera de casa; ella me reprochó por ser un fantasma en nuestra vida juntos.
—No es Andrés quien me falta— dijo entre lágrimas—. Eres tú.
Me fui de casa esa noche y dormí en el taller. El olor a grasa y gasolina era menos doloroso que el vacío en nuestro hogar.
Pasaron semanas sin hablarnos más allá de lo indispensable. Mi mamá vino a visitarme y me encontró hecho un desastre.
—Mijo, ¿cuándo fue la última vez que oraron juntos?— preguntó mientras recogía mi ropa sucia.
No supe qué responderle. Me sentí como un niño regañado por olvidar una tarea importante.
Esa noche recordé las palabras del pastor en nuestra boda: “El amor es paciente, es bondadoso… no guarda rencor”. Me di cuenta de que había dejado de ser paciente y bondadoso hacía mucho tiempo; solo guardaba rencores y excusas.
Decidí buscar a Camila en la iglesia. La vi sentada en la última banca, sola, con la mirada perdida en el altar.
—¿Podemos hablar?— le pregunté con voz temblorosa.
Ella asintió sin mirarme.
Nos sentamos afuera, bajo el árbol de mango donde solíamos reírnos después de misa cuando éramos novios.
—Perdón por todo lo que no dije y por todo lo que dije mal— susurré.
Camila lloró en silencio. Yo también.
Hablamos por horas esa tarde: del dolor que no supimos compartir, de los sueños que dejamos morir y de los principios que habíamos olvidado. Nos dimos cuenta de que no era solo cuestión de fe o religión; era cuestión de humanidad, de humildad para pedir perdón y valentía para volver a empezar.
Intentamos reconstruirnos poco a poco: volvimos a rezar juntos antes de dormir, aunque fuera solo un Padre Nuestro apurado. Empezamos a salir los domingos al parque como antes y a hablar sin miedo al juicio o al reproche.
Pero no todo fue fácil ni perfecto. La confianza rota tarda mucho en sanar y las heridas profundas no desaparecen con palabras bonitas. Hubo recaídas: discusiones por tonterías, silencios incómodos, miradas llenas de reproche.
Un día Camila me dijo:
—No sé si podré volver a amarte como antes… pero quiero intentarlo.
Eso bastó para darme esperanza.
Hoy escribo esto desde nuestro pequeño apartamento alquilado —la casa propia quedó atrás junto con muchas otras cosas materiales— pero siento que estamos empezando de nuevo desde lo esencial: el respeto, la fe compartida y el perdón diario.
A veces me pregunto si todo esto pudo haberse evitado si nunca hubiéramos dejado de lado esos principios sencillos que aprendimos de niños: hablar con honestidad, pedir perdón sin orgullo, rezar juntos aunque sea solo para agradecer por un día más juntos.
¿Será que muchas parejas pasan por lo mismo y callan por miedo o vergüenza? ¿Cuántas veces dejamos morir lo más importante por orgullo o descuido? Ojalá mi historia sirva para que otros no cometan los mismos errores.