Nunca Es Suficiente: El Precio de la Austeridad
—¡No valoráis nada! —gritó mi madre desde la cocina, mientras el olor a lentejas recalentadas llenaba el piso de Vallecas—. ¡Todo el día pidiendo cosas nuevas y no sabéis lo que cuesta ganarse la vida!
Me quedé paralizado en el pasillo, con la mochila colgando de un hombro y la mirada fija en el suelo. Mi hermana, Alba, se asomó desde su cuarto, los auriculares aún puestos, y me lanzó una mirada de resignación. Sabíamos que venía otra charla sobre el dinero, el ahorro y el futuro incierto.
Mi madre, Carmen, era una experta en remendar calcetines y estirar el sueldo de administrativa hasta límites insospechados. Desde que papá se marchó hace seis años, su obsesión por no gastar ni un céntimo de más se había convertido en una especie de religión. Nada de cenas fuera, nada de ropa nueva si no era estrictamente necesario, y ni hablar de vacaciones. «¿Vacaciones? Eso es para los ricos o los inconscientes», solía decir.
—Mamá, solo he pedido unas zapatillas porque las mías tienen un agujero —intenté justificarme, mostrando la suela desgastada—. No es un capricho.
Ella suspiró, se secó las manos en el delantal y me miró con esos ojos cansados que parecían llevar siglos sin dormir bien.
—¿Sabes cuántas veces he remendado estos calcetines? —preguntó, levantando uno de sus pies envuelto en lana zurcida—. No necesitamos más cosas, Lucas. Necesitamos seguridad.
Alba bufó desde la puerta.
—¿Y cuándo vamos a vivir, mamá? ¿Cuándo vamos a hacer algo más que sobrevivir?
El silencio cayó como una losa. Mi madre apretó los labios y volvió a sus lentejas. Yo sentí una mezcla de rabia y culpa. Sabía que ella lo hacía por nosotros, pero también sentía que nos estaba robando algo esencial: la alegría de vivir.
En el instituto, mis amigos hablaban de sus viajes a la playa o del último móvil que les habían comprado. Yo mentía, decía que no me interesaban esas cosas. Pero en realidad, me moría de ganas de sentirme como ellos, aunque fuera solo por un día.
Una tarde, mientras ayudaba a Alba con los deberes, ella me confesó en voz baja:
—A veces pienso en irme a vivir con papá. Allí todo es más fácil. No hay sermones cada vez que abro la nevera.
Me dolió escuchar eso. Yo también había pensado en papá, en su piso pequeño pero lleno de risas y pizzas los fines de semana. Pero sabía que para mamá sería una traición imperdonable.
Las discusiones se volvieron más frecuentes. Un día, después de que Alba rompiera accidentalmente un vaso y mamá le echara en cara el precio del cristal, mi hermana explotó:
—¡No somos pobres! ¡Solo eres tacaña! ¡Nunca te conformas con nada!
Mamá se quedó helada. Vi cómo sus manos temblaban mientras recogía los trozos del suelo.
Esa noche, la encontré llorando en la cocina. Me senté a su lado y le pregunté por qué tenía tanto miedo.
—No quiero que os falte de nada —susurró—. Cuando era pequeña, hubo días en los que no teníamos ni para cenar. Juré que mis hijos nunca pasarían por eso.
La abracé fuerte. Por primera vez entendí que su obsesión venía del dolor, no solo del miedo.
Pero el daño ya estaba hecho. Alba empezó a pasar más tiempo fuera de casa; yo me refugié en los estudios y en trabajos de media jornada para ahorrar mi propio dinero. La distancia entre nosotros creció como una grieta invisible.
Un domingo cualquiera, mientras desayunábamos en silencio, mamá anunció que había conseguido ahorrar lo suficiente para irnos una semana a Benidorm ese verano. Alba y yo nos miramos sorprendidos; no sabíamos si alegrarnos o sentirnos culpables por haberla empujado hasta ese extremo.
El viaje fue extraño. Mamá no podía relajarse; contaba cada euro y nos regañaba si pedíamos un helado extra o queríamos entrar a algún sitio de pago. Al final, Alba se fue sola a pasear por la playa y yo me quedé con mamá viendo la tele del hotel.
—¿De verdad esto es vivir? —le pregunté sin mirarla.
Ella no respondió. Solo apretó mi mano con fuerza.
Hoy, años después, sigo pensando en aquella semana en Benidorm como el resumen perfecto de nuestra vida: siempre al borde de la felicidad, pero sin atrevernos nunca a dar el salto por miedo a perderlo todo.
A veces me pregunto si algún día podré romper ese ciclo o si acabaré contando céntimos igual que ella. ¿Es posible encontrar un equilibrio entre seguridad y felicidad? ¿O estamos condenados a elegir siempre entre una cosa u otra?