La apuesta que nos rompió: Mentiras en el corazón de Madrid

—¿Por qué nunca me has invitado a tu casa? —La voz de Victoria temblaba, una mezcla de curiosidad y reproche, mientras apuraba el café en aquel bar de Malasaña. Yo jugueteaba con la cucharilla, evitando su mirada. Sabía que tarde o temprano llegaría este momento, pero no imaginé que dolería tanto.

Mi nombre es Álvaro Martín y crecí en el barrio de Salamanca, rodeado de lujos y expectativas. Pero cuando conocí a Victoria en una aplicación de citas, supe que era diferente. No era como las chicas que solían rodearme en los eventos familiares o las fiestas exclusivas. Su risa era sincera, su mirada limpia. Temí que si le mostraba mi mundo real, el dinero se interpondría entre nosotros. Así que inventé una versión más sencilla de mí mismo: un periodista freelance que apenas llegaba a fin de mes.

—Es que ahora mismo estoy compartiendo piso y es un caos —mentí, sintiendo cómo la culpa me arañaba por dentro.

Victoria sonrió, aunque sus ojos parecían buscar algo más allá de mis palabras. Ella vivía en Lavapiés, en un piso pequeño pero lleno de vida y libros. Me invitaba a menudo, y yo siempre encontraba excusas para no corresponderle. «No quiero que pienses que soy un pijo más», me repetía a mí mismo cada vez que rechazaba su invitación.

Las semanas pasaron y nuestra relación se hizo más profunda. Paseábamos por El Retiro, compartíamos cañas en terrazas escondidas y hablábamos de todo: política, cine, sueños frustrados. Pero cada vez que ella mencionaba el futuro, sentía una punzada de miedo.

Una tarde, mientras paseábamos por la Gran Vía, recibí una llamada de mi madre.

—Álvaro, tu padre quiere verte este domingo para la comida familiar. No faltes —ordenó con ese tono autoritario tan suyo.

Colgué rápido, pero Victoria me miró con suspicacia.

—¿No decías que tus padres vivían fuera?

—Sí… bueno, vuelven a veces —improvisé, notando cómo el suelo se abría bajo mis pies.

Esa noche no pude dormir. La mentira crecía como una sombra entre nosotros. Mi mejor amigo, Sergio, me advirtió:

—Tío, esto se te va a ir de las manos. ¿De verdad crees que puedes ocultar tu vida para siempre?

Pero yo seguía adelante, convencido de que protegía lo nuestro.

El punto de inflexión llegó un sábado por la mañana. Victoria apareció en mi «piso compartido» sin avisar. Yo no estaba allí; estaba en casa de mis padres, desayunando con croissants recién horneados y zumo natural. Cuando vi sus llamadas perdidas, sentí el corazón en la garganta.

Corrí a Lavapiés y la encontré sentada en la acera, con lágrimas en los ojos.

—He hablado con tu casero. Me ha dicho que nunca has vivido allí —me espetó sin rodeos.

No supe qué decir. El silencio entre nosotros era ensordecedor.

—¿Quién eres realmente, Álvaro?

Me derrumbé. Le conté todo: mi familia adinerada, mi miedo a perderla si sabía la verdad, mi absurda apuesta por comprobar si alguien podía quererme sin saber quién era realmente.

Victoria se levantó despacio y me miró con una mezcla de rabia y tristeza.

—No era tu dinero lo que me importaba. Era tu sinceridad. ¿Cómo voy a confiar en ti ahora?

Durante días intenté llamarla, escribirle cartas, buscarla en los lugares donde solíamos ir. Pero ella había desaparecido de mi vida como un fantasma.

Mi familia se enteró del desastre. Mi madre me reprochó:

—Siempre has sido tan inseguro… ¿De verdad crees que alguien te querría solo por el dinero?

Mi padre fue más duro:

—Has manchado nuestro apellido con tus juegos infantiles.

Me sentí solo como nunca antes. Sergio intentó animarme:

—Quizá debas aprender a quererte tú primero antes de buscar el amor fuera.

Pasaron los meses. Volví a ver a Victoria una tarde lluviosa en la Cuesta de Moyano. Estaba hojeando libros antiguos. Dudé antes de acercarme.

—Victoria… —susurré.

Ella levantó la vista y durante un instante vi un destello del cariño que habíamos compartido.

—No sé si podré perdonarte algún día —dijo—. Pero espero que hayas aprendido algo de todo esto.

La vi alejarse bajo la lluvia y comprendí que había perdido algo irremplazable por miedo a ser yo mismo.

Ahora camino por Madrid preguntándome: ¿Cuántas veces dejamos escapar lo verdadero por miedo al rechazo? ¿Vale la pena esconderse detrás de una máscara para protegernos del dolor?