No Somos Plantas: La Historia de una Hermana en Lucha

—¡No somos plantas, Mariana! ¡Los niños no crecen solos!— grité, con la voz quebrada, mientras veía a mi hermana recoger su bolso y salir por la puerta sin mirar atrás. El eco de mis palabras quedó flotando en el aire, mezclado con el llanto ahogado de Emiliano, mi sobrino de seis años, que se aferraba a mi pierna como si yo fuera su último refugio.

Era un martes cualquiera en la colonia Narvarte, pero para mí, ese día marcó el inicio de una guerra silenciosa. Mariana, mi hermana mayor, siempre había sido la rebelde, la que desafiaba a mis padres y se escapaba por las noches. Pero nunca imaginé que su rebeldía se transformaría en indiferencia hacia su propio hijo. Desde que el papá de Emiliano desapareció —un tipo irresponsable que nunca quiso asumir nada—, Mariana se fue apagando poco a poco. Al principio pensé que era tristeza, luego entendí que era egoísmo.

—Tú no entiendes, Lucía. Yo también tengo derecho a vivir— me dijo una noche, mientras se maquillaba para salir con sus amigas. —No puedo estar atada a un niño todo el tiempo.

—¿Y Emiliano? ¿Quién piensa en él?— le respondí, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho.

Mariana solo me miró con esos ojos fríos que aprendí a temer desde niña. Cerró la puerta y se fue. Así empezó todo: yo, asumiendo el rol de madre sin haberlo pedido; Emiliano, aprendiendo a callar su hambre y su tristeza; y Mariana, perdiéndose cada vez más en fiestas y promesas vacías.

Los días se volvieron rutina: levantarme temprano para preparar el desayuno, llevar a Emiliano al kínder, correr al trabajo en el call center del centro, regresar corriendo para hacer la comida y ayudarle con la tarea. Todo mientras Mariana dormía hasta tarde o llegaba oliendo a alcohol y perfume barato. A veces me preguntaba si estaba haciendo lo correcto. ¿Era justo cargar con un niño que no era mío? ¿Por qué tenía que ser yo la responsable?

Una tarde, mientras ayudaba a Emiliano con sus dibujos, él me miró con esos ojos enormes y tristes:

—¿Por qué mi mamá no me quiere como tú?

Sentí que el corazón se me rompía en mil pedazos. Lo abracé fuerte y le susurré:

—Tu mamá te quiere, solo que a veces las personas no saben cómo demostrarlo.

Pero ni yo misma creía mis palabras.

La situación empeoró cuando Mariana empezó a traer a casa a un hombre nuevo cada semana. Uno de ellos, Julián, era especialmente desagradable. Siempre llegaba borracho y hacía comentarios incómodos sobre mi ropa o mi cuerpo. Una noche lo escuché gritarle a Emiliano porque había dejado sus juguetes en la sala. Corrí a defenderlo y casi termino en una pelea física con ese tipo.

—¡No tienes derecho a gritarle así!— le dije, poniéndome entre él y mi sobrino.

Mariana apareció tambaleándose y en vez de apoyarme, me gritó:

—¡Déjalo en paz! ¡No te metas en lo que no te importa!

Esa noche no dormí. Me quedé sentada junto a Emiliano, acariciándole el cabello mientras él sollozaba en sueños. Pensé en llamar al DIF, pero ¿y si me quitaban a Emiliano? ¿Y si terminaba en un lugar peor?

Pasaron los meses y la tensión creció. Un día recibí una llamada del kínder: Emiliano había llegado con moretones en los brazos. Fui corriendo y cuando lo vi, sentí una furia ciega.

—¿Quién te hizo esto?— le pregunté suavemente.

Él bajó la mirada y murmuró:

—Julián…

Esa fue la gota que derramó el vaso. Esa noche enfrenté a Mariana como nunca antes:

—¡Si no sacas a ese hombre de esta casa hoy mismo, te juro que te denuncio! ¡No voy a permitir que le hagan daño a Emiliano!

Mariana me miró con odio y desprecio.

—¿Y tú quién eres para decirme cómo vivir mi vida? ¡Siempre te creíste mejor que yo!

—No soy mejor que tú, pero sí soy mejor madre para tu hijo— le respondí sin titubear.

Esa noche Mariana se fue con Julián y no volvió durante semanas. Yo me quedé sola con Emiliano, haciendo malabares para pagar la renta y los gastos. Mis padres vivían lejos, en Veracruz, y apenas podían ayudarnos económicamente. Algunos vecinos murmuraban sobre «la hermana solterona» que criaba al hijo de la irresponsable. Pero yo ya no tenía tiempo para sentir vergüenza.

Un día Mariana regresó. Estaba demacrada, ojerosa y más fría que nunca.

—Vengo por mi hijo— dijo sin mirarme a los ojos.

Me negué rotundamente.

—No te lo voy a dar hasta que demuestres que puedes cuidarlo.

Lloramos, gritamos, nos insultamos. Al final, Mariana se fue otra vez. Yo sabía que estaba haciendo lo correcto, pero también sentía una culpa enorme. ¿Quién era yo para arrebatarle su hijo? ¿Y si algún día Emiliano me odiaba por separarlo de su madre?

El tiempo pasó y poco a poco Emiliano empezó a sonreír más. Se hizo amigo de los niños del edificio y hasta sacó buenas calificaciones en la escuela. Yo seguía trabajando duro para darle lo mejor que podía. A veces soñaba con una vida diferente: una donde Mariana fuera una madre presente y yo pudiera ser solo su tía.

Hace poco recibí una carta de Mariana desde Monterrey. Decía que estaba intentando cambiar, que había dejado a Julián y estaba buscando trabajo. Me pidió perdón por todo el daño causado y me preguntó si podía ver a Emiliano algún día.

No sé qué hacer. No sé si debo darle otra oportunidad o proteger a Emiliano de nuevas decepciones. Solo sé que los niños no son plantas; necesitan amor, cuidado y alguien que luche por ellos cada día.

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Perdonarían a una hermana así? ¿O seguirían luchando solos por el bienestar del niño?