Cinco años después: El eco de un amor ausente

—¿Por qué lloras, mamá? —me preguntó Emiliano, con sus ojitos grandes y oscuros, mientras el sonido de las sirenas aún retumbaba en mis oídos.

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a un niño de cinco años que su madre, yo, Alexandra, apenas estaba aprendiendo a serlo? ¿Cómo decirle que durante años lo dejé en manos de mis padres, convencida de que mi carrera en la universidad era más urgente que sus abrazos?

La noche del accidente fue como una bofetada del destino. Había regresado a casa solo por unos días; mi vida universitaria en Bogotá me absorbía por completo. Mis padres, Don Ernesto y Doña Lucía, siempre me decían: “Tú estudia, hija. Nosotros cuidamos de Emiliano. Así es como se sale adelante en este país”. Y yo les creí. Creí que el amor se podía delegar, que los besos de buenas noches podían esperar.

Pero esa noche, mientras cenábamos en la terraza iluminada por las luces de la ciudad, Emiliano corrió tras su pelota y la calle lo llamó con su peligro silencioso. Un frenazo, un grito ahogado de mi madre, y luego el caos. El conductor huyó. Mi hijo quedó tendido en el asfalto, su pequeño cuerpo temblando entre los brazos de mi padre.

La ambulancia tardó una eternidad. Yo solo podía gritar su nombre y suplicar a Dios que no me lo quitara. En el hospital, los médicos murmuraban palabras que no quería entender: “fractura”, “trauma”, “pronóstico reservado”.

En la sala de espera, mi madre me miró con una mezcla de reproche y compasión. —Alexandra, uno no puede huir siempre de sus responsabilidades. Los hijos no esperan.

Sentí el peso de cada minuto ausente. Recordé todas las veces que preferí una fiesta universitaria a una tarde en el parque con Emiliano; todas las llamadas ignoradas porque estaba “ocupada”. Mi padre, siempre tan fuerte, lloraba en silencio. —No es tu culpa —me dijo— pero tampoco es solo nuestra responsabilidad.

Las horas pasaron lentas. En mi mente se repetía la imagen de Emiliano jugando solo en el jardín de la casa grande, esa casa donde nunca faltó nada material pero sí el calor de una madre joven y asustada. Mis amigas siempre decían: “Alexandra, tienes suerte. Tus papás te ayudan con todo”. Pero nadie hablaba del vacío que sentía cada vez que veía a otras madres abrazar a sus hijos en la salida del colegio.

Cuando por fin pude entrar a verlo, Emiliano estaba dormido, rodeado de cables y máquinas. Su manita buscó la mía instintivamente. —¿Te vas a quedar esta vez? —susurró sin abrir los ojos.

Sentí que el corazón se me partía en mil pedazos. ¿Cuántas veces me había ido? ¿Cuántas veces le prometí volver y no cumplí?

Esa noche no dormí. Me senté junto a su cama y repasé mi vida como si fuera una película ajena: la niña rica de Medellín que quedó embarazada a los dieciocho años; la vergüenza familiar; las miradas de lástima en el club social; la presión por no “arruinar” mi futuro. Mis padres hicieron lo que pudieron: me protegieron del escándalo y me dieron todas las facilidades para seguir estudiando. Pero nadie me enseñó a ser madre.

A la mañana siguiente, Emiliano abrió los ojos y me sonrió débilmente. —¿Me cuentas un cuento?

Le hablé de una princesa valiente que luchaba contra dragones para salvar a su hijo. Mientras inventaba la historia, entendí que yo era esa princesa cobarde que había huido del dragón más grande: el miedo a no ser suficiente.

Los días siguientes fueron un desfile de médicos, terapias y visitas familiares llenas de silencios incómodos. Mi abuela Carmen vino desde Cali solo para decirme: —El amor no se aprende en los libros, mija. Se aprende con los brazos abiertos y el corazón dispuesto.

Mi mejor amiga, Valentina, me llamó llorando: —Alexandra, no te castigues tanto. Todas cometemos errores. Lo importante es lo que hagas ahora.

Pero yo no podía dejar de pensar en todo lo perdido: los primeros pasos de Emiliano, sus primeras palabras, los dibujos pegados en la nevera que nunca vi.

Una tarde, mientras lo ayudaba a caminar por el pasillo del hospital, Emiliano se detuvo y me miró serio:
—¿Me vas a dejar otra vez cuando te llamen de la universidad?

Me arrodillé frente a él y le prometí con lágrimas en los ojos:
—No, mi amor. Esta vez me quedo contigo. No hay nada más importante para mí que tú.

Mis padres escucharon desde la puerta. Mi madre suspiró aliviada; mi padre asintió en silencio. Sabían que algo había cambiado en mí.

Decidí pausar mis estudios y mudarme con Emiliano a un pequeño apartamento cerca del hospital. Aprendí a preparar su desayuno favorito —arepa con queso— y a leerle cuentos antes de dormir. Descubrí que el amor no es perfecto ni fácil; es una decisión diaria.

A veces me despierto en medio de la noche preguntándome si podré reparar todo el daño causado por mi ausencia. Otras veces veo a Emiliano reír y siento esperanza.

Hoy, cinco años después del día en que casi lo pierdo, sigo aprendiendo a ser madre. No soy la misma Alexandra que soñaba con títulos universitarios y viajes al extranjero; ahora sueño con ver a mi hijo crecer feliz y seguro.

¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿Puede el amor redimirnos aunque hayamos fallado tantas veces? A veces pienso que sí… pero necesito escuchar sus historias también.