Cuando el Amor se Apaga: La Historia de un Matrimonio Olvidado

—¿Otra vez tortilla de patatas, Carmen? —La voz de Luis retumbó en la cocina, seca, sin rastro de cariño.

Me quedé quieta, cuchillo en mano, mirando cómo la cebolla se deshacía en la sartén. No respondí. ¿Para qué? Hacía meses que nuestras conversaciones eran así: frases cortas, reproches velados, silencios más largos que cualquier sobremesa. Me pregunté en qué momento mi marido dejó de mirarme a los ojos y yo dejé de buscar los suyos.

Cuando nos casamos, hace ya doce años en una iglesia pequeña de Salamanca, juramos cuidarnos y amarnos siempre. Recuerdo cómo me temblaban las manos al ponerle el anillo. Luis era divertido, atento, siempre tenía un plan para sorprenderme. Pero con los años, el trabajo, los niños y la rutina, algo se fue apagando. Él empezó a llegar tarde a casa, cansado, sin ganas de hablar. Yo intentaba mantener la ilusión: cenas especiales, escapadas de fin de semana, hasta me apunté a yoga para sentirme mejor conmigo misma. Pero nada parecía suficiente.

Luis empezó a engordar después del segundo embarazo. Al principio no le di importancia; todos cambiamos con el tiempo. Pero pronto noté que se descuidaba: dejaba la ropa tirada por el salón, comía bollos a escondidas y pasaba horas delante del televisor. Un día le propuse salir a caminar juntos por el parque.

—¿Para qué? Si estoy reventado del trabajo —me contestó sin mirarme.

—Nos vendría bien a los dos —insistí—. Podríamos hablar, desconectar…

—No tengo ganas, Carmen. Déjalo ya.

Esa noche lloré en silencio en el baño. No era solo por su peso o su aspecto; era por la indiferencia con la que me trataba. Sentía que me volvía invisible, como si fuera parte del mobiliario de la casa. Mis amigas me decían que era normal, que todos los matrimonios pasan por baches. Pero yo no quería resignarme a vivir así.

Empecé a fijarme en los detalles: cómo Luis evitaba cualquier contacto físico, cómo apenas me preguntaba por mi día o por los niños. Una tarde, mientras doblaba la ropa en el dormitorio, escuché a mi hija Lucía decirle a su hermano pequeño:

—Papá y mamá ya no se quieren.

Sentí un nudo en el estómago. ¿Tan evidente era nuestra distancia? ¿Qué ejemplo les estábamos dando?

Intenté hablar con Luis varias veces. Una noche, después de cenar, apagué la televisión y me senté frente a él.

—Luis, ¿podemos hablar?

Él suspiró y dejó el mando sobre la mesa.

—¿Otra vez? Carmen, estoy cansado.

—No podemos seguir así —le dije con voz temblorosa—. No hablamos, no compartimos nada… Siento que ya no te importo.

Luis me miró por fin, pero sus ojos estaban vacíos.

—No es eso —dijo—. Es solo que todo me supera últimamente. El trabajo, las facturas… No tengo fuerzas para nada más.

—¿Y yo? ¿Dónde quedo yo en todo esto?

No respondió. Se levantó y se encerró en el despacho.

Las semanas pasaron y la distancia creció como una grieta imposible de reparar. Empecé a salir sola a caminar por las mañanas. A veces me encontraba con Pilar, mi vecina del tercero, que siempre tenía una palabra amable o una sonrisa cómplice.

—¿Todo bien en casa? —me preguntó un día.

No supe qué decirle. Me limité a encogerme de hombros y mirar al suelo.

Una tarde de domingo, mientras preparaba la merienda para los niños, escuché a Luis hablando por teléfono en el balcón. Su voz sonaba animada, casi alegre. Me asomé disimuladamente y lo vi sonriendo al móvil. Cuando entró en casa, le pregunté:

—¿Con quién hablabas?

—Con un compañero del trabajo —respondió sin mirarme.

No le creí. Por primera vez sentí celos; no porque pensara que me engañaba físicamente, sino porque era capaz de mostrar entusiasmo con otros mientras conmigo solo tenía hastío.

Esa noche decidí escribirle una carta. No sabía si la leería alguna vez, pero necesitaba sacar todo lo que llevaba dentro:

«Luis,
No sé cuándo dejamos de ser nosotros para convertirnos en dos extraños bajo el mismo techo. Echo de menos tus abrazos, tus bromas tontas y hasta tus enfados por cosas sin importancia. Me duele verte tan lejos y no saber cómo acercarme a ti sin que te moleste. No quiero resignarme a esta soledad compartida. Si aún queda algo entre nosotros, dime qué puedo hacer para recuperarlo. Si no… al menos dime la verdad. Carmen.»

Dejé la carta sobre su almohada y esa noche dormí en el sofá. Al día siguiente encontré la carta arrugada en la basura del baño. No hubo palabras ni reproches; solo un silencio ensordecedor que lo decía todo.

Pasaron los meses y nuestra convivencia se volvió insostenible. Los niños empezaron a preguntar por qué discutíamos tanto o por qué papá dormía cada vez más noches en el despacho. Un día, mientras recogía sus cosas para lavar, encontré una nota en su chaqueta: «Café con Andrés – 18:00 h». No era nada comprometedor, pero sentí que ya no formaba parte de su vida.

Finalmente tomé una decisión: le pedí a Luis que se fuera de casa durante un tiempo. Necesitábamos espacio para pensar y respirar. Él aceptó sin protestar; quizá también lo necesitaba.

Ahora escribo estas líneas desde el mismo salón donde tantas veces compartimos risas y silencios incómodos. Los niños duermen y la casa parece más grande sin él. A veces me pregunto si podré volver a confiar en alguien o si aprenderé a quererme lo suficiente para no conformarme con menos de lo que merezco.

¿Es posible reconstruir lo que se ha roto tantas veces? ¿O hay heridas que nunca terminan de cerrar? ¿Cuántas mujeres viven sintiéndose invisibles en su propio hogar sin atreverse a decirlo? ¿Y tú… alguna vez te has sentido así?