El Amor Ciego de Mariana por Julián: La Advertencia de una Madre

—Mariana, ¿por qué no me escuchas? Ese muchacho no te conviene—. La voz de mi mamá retumbaba en la cocina, mientras yo apretaba la taza de café con fuerza, como si pudiera exprimir de ella una respuesta que calmara mi corazón. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en el barrio San Isidro, en las afueras de Medellín. Yo tenía 28 años y, según mi mamá, ya se me estaba pasando el tren.

Pero yo no podía dejar de pensar en Julián. Lo conocí en la panadería de don Ernesto, mientras esperaba mi turno para comprar pan de bono. Él estaba ahí, con su sonrisa fácil y sus ojos claros, preguntando por direcciones como si fuera nuevo en el barrio. Me ofrecí a mostrarle la iglesia y terminamos caminando bajo la lluvia, riéndonos de cualquier cosa. Esa noche, cuando llegué a casa empapada y feliz, mi mamá me miró con esa mezcla de resignación y ternura que solo las madres saben tener.

—¿Y ese quién es? —me preguntó mientras me servía chocolate caliente.

—Se llama Julián. Es arquitecto y acaba de llegar de Cali. Dice que está buscando un lugar tranquilo para vivir— respondí, tratando de sonar casual.

Ella frunció el ceño. —¿Y por qué te mira así? Ten cuidado, mija. Hay hombres que solo buscan dónde acomodarse.

No le hice caso. ¿Cómo iba a pensar mal de alguien que me hacía sentir tan viva? Además, yo nunca fui la más bonita del barrio ni la más popular. Mi mamá siempre intentó presentarme con hijos de amigas suyas: el contador aburrido, el profesor divorciado, el primo lejano que solo hablaba de fútbol. Pero ninguno me hacía sentir lo que sentía con Julián.

Las cosas avanzaron rápido. Julián empezó a visitarme todos los días. Traía flores, cocinaba conmigo y hasta ayudó a mi mamá a arreglar la gotera del baño. Pronto le ofrecí quedarse en mi apartamento, ese pequeño espacio que logré comprar después de años trabajando en la farmacia del centro. Mi mamá puso el grito en el cielo.

—¡Ese hombre solo quiere tu apartamento! —me gritó una tarde, cuando encontró a Julián revisando los papeles del arriendo.

—¡No seas desconfiada! —le respondí furiosa—. Julián me ama y yo lo amo a él. ¿Por qué no puedes alegrarte por mí?

Ella se secó las manos en el delantal y me miró con tristeza.—Porque te veo ilusionada y no quiero verte llorar después.

Pero yo estaba ciega. Julián era atento, sí, pero también tenía secretos. A veces desaparecía por horas sin avisar. Otras veces llegaba con historias extrañas sobre negocios fallidos o amigos que necesitaban dinero urgente. Yo le presté lo poco que tenía ahorrado, convencida de que era temporal.

Una noche, mientras cenábamos arepas con queso, Julián soltó la bomba:

—Mariana, ¿has pensado en vender el apartamento? Podríamos mudarnos a un lugar más grande… juntos.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Recordé las palabras de mi mamá y por primera vez dudé. Pero Julián me tomó la mano y me miró con esos ojos dulces.

—Es solo una idea… Quiero darte lo mejor.

Al día siguiente, mi mamá vino a visitarme sin avisar. Encontró a Julián hablando por teléfono en voz baja en el balcón.

—¿Con quién hablabas? —le pregunté después.

—Con mi hermana —respondió rápido, pero noté que evitaba mirarme a los ojos.

Esa noche no pude dormir. Empecé a revisar mis cosas y noté que faltaban algunos billetes de mi alcancía. También vi que mis joyas baratas ya no estaban en su cajita. El corazón se me aceleró y sentí una mezcla de rabia y vergüenza.

Al día siguiente enfrenté a Julián.

—¿Me estás robando? —le pregunté con la voz temblorosa.

Él se ofendió, gritó y se fue dando un portazo. No volvió esa noche ni la siguiente. Cuando fui a buscarlo al trabajo donde decía estar, nadie lo conocía. Su número estaba apagado y sus redes sociales desaparecieron.

Me sentí estúpida. Lloré durante días, sin querer comer ni salir de casa. Mi mamá venía todos los días a verme y nunca dijo «te lo dije». Solo me abrazaba fuerte y me preparaba sopa.

Pasaron semanas antes de que pudiera volver a la farmacia sin sentir vergüenza. Las vecinas murmuraban y yo bajaba la mirada. Pero poco a poco fui recuperando mi vida. Aprendí a confiar más en mi intuición y menos en promesas vacías.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Por qué nos aferramos al amor cuando todas las señales nos dicen que huyamos? ¿Cuántas veces ignoramos a quienes más nos quieren por miedo a estar solas? ¿Ustedes también han sentido ese vacío después de un amor ciego?