La Oportunidad de Emiliano: Un Nuevo Comienzo en el Barrio
—¿Por qué estás solo, Emiliano? —le pregunté, mientras el viento helado de junio barría las hojas secas por la plaza de nuestro barrio en Mendoza. El niño, con la cara sucia y los ojos grandes llenos de miedo, apenas levantó la mirada. Tenía unos ocho años, pero sus hombros caídos y la ropa raída le daban un aire de adulto cansado.
—Mi mamá se fue a buscar trabajo —susurró—. Me dijo que no tardaba… pero ya pasó mucho.
Sentí un nudo en la garganta. Miré alrededor: nadie más parecía notar al niño, como si fuera parte del paisaje roto de la ciudad. Me senté a su lado en el banco, ignorando el frío que se colaba por mi abrigo.
Esa noche, cuando Andrés llegó de la fábrica, me encontró sentada en la mesa, con los ojos rojos y una taza de mate frío entre las manos.
—¿Qué te pasa, Lucía? —preguntó, dejando su mochila en el suelo.
Le conté todo. Cómo Emiliano llevaba días solo, cómo los vecinos murmuraban pero nadie hacía nada. Andrés suspiró, cansado, pero me tomó la mano.
—No podemos mirar para otro lado —dijo—. Si no lo ayudamos nosotros, ¿quién?
Al día siguiente, llevé a Emiliano a casa. Le preparé una sopa caliente y lo vi devorarla como si fuera el primer plato decente en semanas. Le lavé la ropa y le presté un buzo de mi sobrino. Esa noche, dormí poco, pensando en lo que vendría: los comentarios de los vecinos, la visita inevitable de los asistentes sociales, el miedo a encariñarme demasiado.
No tardaron en llegar los problemas. La señora Rosa, que vive al lado, fue la primera en venir a «preocuparse».
—Lucía, vos sos buena gente, pero uno nunca sabe… esos chicos traen problemas —susurró, mirando hacia la ventana donde Emiliano jugaba con nuestro perro.
—Es un niño —le respondí—. Lo único que trae es hambre y ganas de cariño.
Pero los rumores crecieron. Que si Emiliano era hijo de ladrones, que si su madre era drogadicta. En el almacén me miraban raro; algunos dejaron de saludarme. Andrés empezó a recibir indirectas en el trabajo.
Una tarde, mientras Emiliano hacía la tarea en la mesa del comedor, tocaron la puerta fuerte. Era una asistente social del municipio, acompañada por un policía.
—Recibimos denuncias —dijo la mujer—. ¿Puede explicarnos por qué tiene a este niño aquí?
El miedo me paralizó por un segundo. Emiliano me miró con terror. Pero respiré hondo y conté todo: cómo lo encontré, cómo nadie más se hizo cargo. La asistente social me miró con desconfianza.
—No es tan simple —dijo—. Hay protocolos.
Durante días vivimos en vilo. Emiliano lloraba por las noches; yo también. Andrés intentaba animarnos, pero se notaba su preocupación.
Un sábado por la tarde, mientras tomábamos mate en el patio, Emiliano me preguntó:
—¿Me van a llevar?
Le acaricié el pelo y le prometí que haría todo lo posible para que eso no pasara.
La comunidad estaba dividida. Algunos vecinos comenzaron a dejar bolsas con ropa o comida en nuestra puerta; otros cruzaban la vereda para no saludarnos. Un día encontré un papel anónimo bajo la puerta: «No te metas en lo que no te importa».
Pero también hubo sorpresas. Don Ernesto, el almacenero gruñón, me regaló una caja de leche en polvo para Emiliano. La maestra del barrio vino a ofrecerse para ayudarlo con las tareas.
Finalmente, después de semanas de trámites y entrevistas, nos permitieron ser familia de acogida temporal para Emiliano. La madre nunca apareció; nadie supo más de ella. El Estado nos dio una ayuda mínima y muchas responsabilidades.
No fue fácil. Emiliano tenía pesadillas; a veces se orinaba en la cama o se ponía agresivo sin razón aparente. Andrés y yo discutíamos más seguido: el dinero no alcanzaba y el cansancio nos pasaba factura.
Una noche, después de una pelea fuerte con Andrés sobre las cuentas impagas y el futuro incierto, salí al patio a llorar en silencio. Sentí unos brazos pequeños rodearme por detrás.
—No llores, Lucía —me dijo Emiliano—. Yo puedo volver a la plaza si quieren…
Me arrodillé frente a él y lo abracé con todas mis fuerzas.
—Vos ya sos parte de esta familia —le susurré—. Pase lo que pase.
Con el tiempo, Emiliano empezó a reír más seguido. Se hizo amigo de otros chicos del barrio; hasta Rosa terminó invitándolo a tomar chocolatada con sus nietos. Aprendimos todos —vecinos incluidos— que ayudar no es fácil ni cómodo, pero es necesario.
Hoy miro a Emiliano desde la ventana mientras juega al fútbol con Andrés en el baldío de enfrente. Pienso en todo lo que perdimos… y en todo lo que ganamos.
¿Vale la pena arriesgarlo todo por un niño ajeno? ¿Cuántos Emilianos siguen esperando que alguien los vea? ¿Y vos… qué harías si te cruzaras con uno?