El Silencio de Mariana: Una Lucha Contra el Cáncer en el Corazón de Bogotá
—¿Por qué a mí? —me pregunté mientras la lluvia golpeaba el ventanal del hospital San Ignacio. El doctor Ramírez apenas había salido de la habitación, dejando tras de sí un silencio tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi mamá, Lucía, se aferraba a mi mano con una fuerza casi dolorosa, y mi papá, Ernesto, miraba al suelo, incapaz de sostenerme la mirada. Tenía 38 años, una hija de 10 y un matrimonio que pendía de un hilo invisible desde hacía meses. Y ahora, cáncer.
—Mariana, vamos a salir de esta —susurró mi mamá, pero su voz temblaba. Yo no podía llorar. Sentía que si lo hacía, me desmoronaría por completo.
La noticia corrió como pólvora entre mis hermanos. Andrés llegó esa misma noche desde Medellín, y Valeria, que vivía en Cali, me llamó llorando. —No puede ser, Mari. No puede ser —repetía una y otra vez. Pero era. Era real y estaba dentro de mí, creciendo como una sombra silenciosa.
Los días siguientes fueron una sucesión de exámenes, agujas y palabras que no entendía: carcinoma, metástasis, quimioterapia. El hospital se convirtió en mi segundo hogar y los rostros cansados de los enfermeros en mi nueva familia. Mi esposo, Julián, trataba de ser fuerte pero yo veía el miedo en sus ojos cada vez que me miraba sin saber qué decir.
Una tarde, mientras esperaba los resultados de una biopsia, escuché a mis padres discutir en el pasillo:
—¡Tú siempre la sobreprotegiste! —reprochó mi papá.
—¿Y tú? ¡Nunca estuviste! —respondió mi mamá con voz quebrada.
Me dolía escucharlos pelear por mí, como si mi enfermedad fuera culpa de alguien. Sentí rabia, impotencia y una soledad tan profunda que me ahogaba.
La quimioterapia llegó como una tormenta. Perdí el cabello en mechones que recogía del piso del baño con manos temblorosas. Mi hija, Sofía, me miraba con ojos grandes y asustados. Una noche se metió en mi cama y me preguntó:
—Mamá, ¿te vas a morir?
No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que haría todo lo posible por quedarme con ella.
Las visitas familiares se volvieron campos de batalla. Mi suegra opinaba sobre los tratamientos alternativos; mi hermano Andrés insistía en llevarme a un curandero en Antioquia; Valeria rezaba rosarios interminables por mi salud. Yo solo quería paz.
Un día, Julián explotó:
—¡No aguanto más! ¡Todo gira alrededor de tu enfermedad! —gritó antes de salir dando un portazo.
Me quedé sola en la sala, sintiendo que no solo luchaba contra el cáncer, sino contra la desintegración de mi familia.
Pero también hubo momentos de luz. Una tarde cualquiera, mientras veía llover desde la ventana del hospital, una enfermera llamada Camila se sentó a mi lado.
—¿Sabes? Mi mamá también tuvo cáncer. Y aquí está —me dijo sonriendo—. No pierdas la fe.
Esas palabras me dieron fuerzas para seguir adelante. Empecé a escribir un diario donde volcaba mis miedos y esperanzas. Descubrí que podía ser frágil y valiente al mismo tiempo.
La quimioterapia terminó después de seis meses infernales. Los médicos dijeron que había respondido bien al tratamiento, pero el miedo nunca se fue del todo. Aprendí a vivir con él, como quien aprende a convivir con una sombra.
Mi familia cambió. Mis padres dejaron de pelear tanto y aprendieron a escucharse. Julián regresó después de un tiempo y juntos fuimos a terapia. Sofía empezó a dibujar corazones en mis cuadernos y me decía: «Eres la mamá más valiente del mundo».
Hoy sigo luchando. Hay días buenos y días malos. Pero aprendí que la vida es este instante: el abrazo de mi hija, el café caliente en las mañanas frías de Bogotá, el perdón entre mis padres.
A veces me pregunto: ¿Por qué tuvo que llegar una enfermedad para enseñarnos a amarnos mejor? ¿Cuántas familias más viven en silencio sus propias batallas? ¿Y si hablamos más abiertamente del dolor y la esperanza?
¿Ustedes también han sentido que la vida les da un golpe tan fuerte que parece imposible levantarse? ¿Qué harían si mañana recibieran una noticia así?