El secreto de la sangre: Una lección que rompió mi familia

—¿Por qué tienes esa cara, Marcos? —me preguntó mi madre, Carmen, mientras removía el cocido en la cocina. Yo tenía diecisiete años y acababa de volver del instituto, con la cabeza hecha un lío tras la clase de biología.

—Nada, mamá… Es que hoy en clase hemos hablado de los grupos sanguíneos y… —me detuve, dudando si seguir—. El profesor nos ha dicho que si los padres son del grupo O, los hijos no pueden ser A ni B. ¿Tú sabes de qué grupo soy yo?

Carmen se giró, cuchillo en mano, y me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían esconder algo. —Eres del grupo A, como tu padre, ¿no?

—Papá es O, mamá. Y tú también. Lo vi en las tarjetas sanitarias cuando fui a buscar el seguro para el viaje de estudios.

El cuchillo cayó sobre la tabla de cortar con un golpe seco. El silencio se hizo tan espeso que podía cortarse con ese mismo cuchillo. Mi madre se sentó, se tapó la boca con la mano y empezó a llorar en silencio. Yo sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies.

—Mamá… ¿qué pasa? —pregunté, aunque ya intuía que algo grave ocurría.

—Marcos… Hay cosas que nunca quise que supieras —dijo entre sollozos—. Pero ya eres mayor. Y mereces la verdad.

Me contó entonces una historia que jamás imaginé escuchar. Que cuando tenía veinticinco años, antes de casarse con mi padre, tuvo una relación fugaz con un hombre llamado Antonio. Que fue un error, un desliz en una fiesta de San Juan en la playa de Cádiz. Que nunca volvió a verle, pero poco después supo que estaba embarazada.

—Tu padre lo sabe desde hace años —confesó—. Pero decidió criarte como suyo porque te quería más que a nada en el mundo.

Sentí rabia, confusión y una tristeza tan honda que me costaba respirar. ¿Quién era yo? ¿Quién era ese Antonio? ¿Por qué nadie me lo había contado antes? Salí corriendo de casa, sin rumbo, mientras el sol caía sobre las calles estrechas de mi barrio en Sevilla.

Esa noche no dormí. Pensé en mi infancia: los partidos de fútbol con mi padre, las vacaciones en Galicia, las broncas por las notas… ¿Todo eso era mentira? ¿O el amor puede más que la sangre?

Al día siguiente, enfrenté a mi padre, Javier. Estaba sentado en el salón viendo el telediario.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? —le solté sin rodeos.

Me miró largo rato antes de responder.

—Porque eres mi hijo, Marcos. No importa lo que diga la biología. Yo te he criado, te he enseñado todo lo que sé…

—Pero no soy tu hijo —le interrumpí, la voz rota.

Se levantó despacio y me abrazó con fuerza.

—Eres más mi hijo que nadie en este mundo. La sangre no lo es todo.

No supe qué decir. Me sentía traicionado y querido a la vez. La rabia luchaba contra el cariño en mi pecho.

Durante días apenas hablé con mis padres. Me encerré en mi cuarto, evitando sus miradas y sus intentos de acercamiento. Mis amigos notaron que algo iba mal, pero no supe cómo explicarles el terremoto que sacudía mi vida.

Una tarde, mientras paseaba por el parque María Luisa, me encontré con Lucía, mi mejor amiga desde la infancia.

—Tienes mala cara, Marcos. ¿Qué te pasa?

Me derrumbé y le conté todo entre lágrimas. Ella me escuchó sin juzgarme.

—Tus padres te quieren. Eso no cambia por un error del pasado —me dijo—. Pero entiendo que estés hecho polvo.

Su apoyo fue un bálsamo para mi alma herida.

Poco a poco, empecé a buscar información sobre Antonio. Mi madre me dio un viejo número de teléfono y una dirección en Córdoba. Dudé mucho antes de llamar. ¿Qué le diría? ¿Querría conocerme? ¿Y si tenía otra familia?

Finalmente marqué el número. Una voz grave contestó al otro lado.

—¿Antonio García?

—Sí…

—Soy Marcos… Creo que soy tu hijo.

El silencio fue eterno antes de escuchar un suspiro aliviado.

—Carmen me escribió hace años… Siempre quise saber de ti.

Quedamos en vernos en una cafetería del centro de Córdoba. Cuando le vi entrar, sentí un escalofrío: tenía mis mismos ojos verdes y la misma manera de andar nerviosa.

Hablamos durante horas. Me contó su vida: era profesor de historia en un instituto, tenía dos hijas pequeñas y una esposa comprensiva que sabía todo desde hacía tiempo.

—No quiero quitarte a tu familia —me dijo—. Pero si quieres conocerme, aquí estaré.

Volví a Sevilla con el corazón dividido. Por un lado, sentía curiosidad por ese hombre que compartía mi sangre; por otro, no quería traicionar a Javier, el hombre que me había criado con tanto amor y sacrificio.

Las semanas pasaron y aprendí a convivir con la verdad. Empecé a ver a Antonio de vez en cuando; compartimos cafés y charlas sobre historia y fútbol. Pero seguía llamando «papá» solo a Javier.

Un domingo por la tarde, reuní a toda la familia en casa: Carmen, Javier y Antonio. Quería cerrar heridas y empezar de nuevo.

—No elegí cómo vine al mundo —dije—. Pero sí puedo elegir a quién quiero como familia.

Nos abrazamos los cuatro entre lágrimas y risas nerviosas. Fue un momento extraño pero liberador.

Hoy sigo preguntándome si la sangre pesa más que los recuerdos o si el amor puede curar cualquier herida. ¿Qué haríais vosotros si descubrierais un secreto así? ¿Perdonaríais o dejaríais que el pasado os separara para siempre?