La casa de nuestros sueños… o la pesadilla de nuestros vecinos
—¡Mamá, otra vez están gritando!—. La voz temblorosa de mi hija Lucía me sacó de mi ensimismamiento. Eran las once y media de la noche y, como casi cada día desde hacía meses, los gritos de los vecinos del tercero B retumbaban por todo el edificio. Mi marido, Antonio, me miró con resignación desde el sofá. —No puede ser, Marta, esto no es vida— murmuró, apretando los puños.
Cuando compramos este piso en el barrio de Chamberí, pensé que por fin habíamos encontrado nuestro refugio. Nos costó años de sacrificios, ahorros y renuncias. Era un piso antiguo, con techos altos y suelos de madera que crujían al caminar, pero tenía luz, historia y una terraza diminuta donde Lucía podía plantar sus tomates. El primer mes fue idílico: desayunos al sol, vecinos amables que saludaban en el portal y la sensación de haber llegado a casa.
Pero todo cambió cuando la familia Fernández regresó de su pueblo. El padre, Ramón, era un hombre corpulento con voz de trueno; la madre, Pilar, apenas salía del piso; y sus dos hijos adolescentes parecían vivir en una discoteca permanente. Al principio intentamos ser comprensivos: todos tenemos malos días. Pero las discusiones se volvieron diarias, los portazos hacían temblar nuestras paredes y las fiestas improvisadas llenaban el patio interior de música hasta el amanecer.
Una noche, tras escuchar golpes y llantos durante horas, llamé a la policía por primera vez en mi vida. Me temblaban las manos mientras marcaba el 091. —¿Está usted segura de que hay violencia?— preguntó el agente al otro lado del teléfono. Dudé unos segundos. ¿Y si exageraba? ¿Y si solo era una pelea más? Pero el miedo a que algo grave ocurriera me empujó a responder: —Sí, por favor, vengan rápido—.
Desde entonces, la policía se convirtió en visitante habitual del edificio. Al principio los vecinos nos miraban con recelo, como si hubiéramos traído la desgracia al bloque. Pronto supe que no éramos los únicos afectados: Doña Carmen, la anciana del primero A, me confesó entre lágrimas que no podía dormir; Sergio y Laura, una pareja joven del ático, pensaban mudarse por culpa del ruido y las amenazas veladas de los Fernández.
Una tarde, mientras recogía la ropa tendida en la terraza, escuché a Ramón gritarle a su hijo: —¡Si vuelves a traer a esos niñatos aquí te vas a enterar!—. El chico respondió con un portazo tan fuerte que hizo saltar el marco de una puerta. Me asomé disimuladamente y vi a Pilar sentada en el suelo del pasillo, abrazando las rodillas y llorando en silencio. Sentí una punzada de compasión y miedo a la vez.
Antonio intentó hablar con Ramón varias veces. —Mira, solo queremos vivir tranquilos— le dijo una mañana en el portal. Ramón lo miró de arriba abajo y soltó una carcajada amarga: —Si no te gusta, ya sabes dónde está la puerta—. Desde entonces evitamos cruzarnos con ellos.
La tensión crecía cada día. Lucía empezó a tener pesadillas y se negaba a dormir sola. Yo misma me sorprendía sobresaltada por cualquier ruido. Una noche escuchamos golpes aún más fuertes que de costumbre y después un silencio sepulcral. Bajé corriendo las escaleras y vi a Pilar en el rellano, con el labio partido y la mirada perdida. —¿Necesita ayuda?— le pregunté temblando. Ella negó con la cabeza y se encerró en casa.
El barrio empezó a hablar. Algunos decían que Ramón tenía problemas con el juego; otros aseguraban que los hijos estaban metidos en líos de drogas. La policía venía cada vez más rápido y se marchaba cada vez más cansada. Un agente joven me confesó una noche: —No podemos hacer mucho si nadie denuncia formalmente—.
Me debatí durante semanas entre el miedo y la culpa. ¿Debía denunciar? ¿Y si Ramón tomaba represalias? Antonio insistía: —No podemos seguir así, Marta. Esto no es vida para Lucía ni para nosotros—. Finalmente reuní valor y fui a comisaría. Allí me sentí pequeña e impotente ante el papeleo y las preguntas frías.
La denuncia no cambió nada al principio. Los Fernández nos miraban con odio cada vez que nos cruzábamos en el portal. Una mañana encontré pintadas insultantes en nuestra puerta: «Chivatos» y «Fuera de aquí». Lucía lloró al verlas; yo sentí rabia e impotencia.
El colmo llegó un domingo por la tarde. Celebrábamos el cumpleaños de Lucía con sus abuelos cuando empezaron a lanzar objetos desde el balcón del tercero B: botellas vacías, colillas encendidas, hasta una maceta que estuvo a punto de caerle encima a mi suegra. Llamamos a la policía otra vez; esta vez vinieron tres coches patrulla.
Esa noche no dormimos. Antonio y yo hablamos hasta el amanecer: —¿Y si vendemos?— propuso él con voz cansada. Yo miré alrededor: las paredes llenas de recuerdos felices ahora parecían grises y frías.
Al día siguiente recibimos una carta del administrador: varios vecinos habían firmado para pedir la expulsión de los Fernández por vía judicial. Por primera vez sentí esperanza… pero también miedo a las represalias.
Han pasado meses desde entonces. El proceso judicial avanza lento; los Fernández siguen aquí, aunque ahora son más discretos. La policía ya no viene tan seguido, pero yo sigo durmiendo con un ojo abierto y el móvil bajo la almohada.
A veces me pregunto si hicimos bien en denunciar o si deberíamos habernos marchado antes de perder nuestra paz mental. ¿Cuántos sueños más tienen que romperse antes de que podamos vivir tranquilos en nuestra propia casa?
¿De verdad es justo tener miedo en tu propio hogar? ¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar?