Entre Dos Amores: La Boda de Lucía y el Silencio de Mamá
—¿Así que ya está decidido? —La voz de mi madre retumbó en el salón, tan fría como la cerámica bajo mis pies—. ¿Vas a invitarle?
No respondí enseguida. Miré por la ventana, donde la lluvia caía sobre los tejados de Salamanca. Sentí el nudo en la garganta, ese que me acompaña desde que tengo memoria. Desde que papá se fue.
—Mamá… Es mi boda. Es mi padre. Tiene derecho a estar —dije al fin, con un hilo de voz.
Carmen apretó los labios. Sus ojos, normalmente dulces, ahora eran dos cuchillas. —¿Derecho? ¿Después de lo que nos hizo? ¿Después de dejarme sola con una niña recién nacida y un piso por pagar? Lucía, no lo entiendes. No puedes entenderlo.
Tenía razón. No podía entenderlo del todo. Pero tampoco podía olvidar las tardes en las que papá venía a buscarme al colegio, los veranos en la playa de Sanxenxo, los cuentos antes de dormir cuando aún vivíamos los tres juntos. Antes de que todo se rompiera.
Mi madre y mi padre se separaron cuando yo tenía apenas dos años. Nunca supe exactamente por qué. Mamá decía que él no estaba preparado para ser padre, que huyó cuando más le necesitábamos. Papá siempre me decía que las cosas eran más complicadas, que el amor a veces no basta.
Crecí entre dos versiones de una misma historia. En casa de mamá, el silencio era espeso cada vez que mencionaba a papá. En casa de papá, había fotos mías por todas partes, pero nunca hablábamos del pasado. Yo era el campo de batalla invisible entre sus resentimientos.
Ahora, a mis veintisiete años, me iba a casar con Diego, el chico que conocí en la universidad. Y quería que ambos estuvieran allí. Quería que mi familia, rota pero mía, compartiera ese día conmigo.
—No puedo hacer esto sin él —susurré—. Y tampoco sin ti.
Mamá se levantó bruscamente y salió del salón. Oí la puerta del baño cerrarse con fuerza. Me quedé sola con el eco de mis palabras y el sonido lejano del agua golpeando los cristales.
Esa noche no dormí. Recordé la primera vez que pregunté por qué papá no vivía con nosotras. Tenía seis años y acababa de ver a Marta, mi mejor amiga, abrazar a sus padres juntos en la función del colegio.
—Papá y yo no pudimos seguir juntos —me dijo mamá entonces—. Pero te queremos mucho los dos.
Pero yo sentía que algo faltaba. Que siempre faltaba alguien.
El día siguiente fui a ver a papá a su piso pequeño en el barrio del Oeste. Me abrió la puerta con su sonrisa cansada y me abrazó fuerte.
—¿Cómo va todo con los preparativos? —preguntó mientras ponía café.
—Papá… Mamá está muy enfadada porque te he invitado —le confesé—. Dice que no deberías venir.
Vi cómo se le tensaban los hombros. Se sentó frente a mí y me tomó las manos.
—Lucía, si quieres que no vaya…
—No digas eso —le interrumpí—. Eres mi padre. Quiero que estés allí.
Él asintió, pero sus ojos se llenaron de tristeza.
—Tu madre tiene motivos para estar dolida —dijo al fin—. Yo cometí errores… Muchos errores. Pero nunca dejé de quererte.
Me quedé callada un momento.
—¿Por qué os separasteis? —pregunté por fin—. Quiero saberlo todo antes de casarme yo también.
Papá suspiró y miró por la ventana.
—Cuando naciste, yo estaba asustado. No sabía cómo ser padre… Me sentía perdido en un trabajo que odiaba y discutíamos todo el tiempo. Un día discutimos tan fuerte que pensé que lo mejor era irme para no haceros daño… Pero me equivoqué al marcharme así. Lo sé ahora.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. Quería gritarle por haberme dejado sola con mamá todos esos años difíciles; quería abrazarle por haber vuelto siempre que le llamaba.
La semana previa a la boda fue un infierno. Carmen apenas me hablaba y yo sentía el peso del mundo sobre los hombros. Diego intentaba animarme:
—Cariño, es tu día… No puedes cargar con los problemas de tus padres toda la vida.
Pero ¿cómo no hacerlo? Si sus problemas eran también los míos.
El día de la boda llegó lluvioso y gris. Mi madre llegó temprano al ayuntamiento, vestida de azul marino y con la mirada baja. Papá llegó solo, con un ramo pequeño de margaritas blancas para mí.
Cuando entré al salón nupcial del brazo de mi padre, sentí todas las miradas sobre nosotros. Busqué a mamá entre la gente; estaba rígida en su asiento, los labios apretados como siempre que quiere llorar pero no puede permitírselo.
Durante el banquete, intenté acercarlas varias veces sin éxito. Hasta que Diego tomó la palabra para brindar:
—Hoy celebramos el amor… Y también el valor de perdonar y seguir adelante —dijo mirando a mis padres—. Porque Lucía es quien es gracias a los dos.
Hubo un silencio incómodo. Mamá bajó la cabeza; papá me miró con lágrimas en los ojos.
Al final del día, cuando todos se marchaban y quedábamos solo nosotros en el salón vacío, me acerqué a mamá:
—¿Algún día podrás perdonarle? ¿Podremos ser una familia aunque sea solo por mí?
Ella me miró largo rato antes de responder:
—No lo sé, Lucía… Pero hoy he visto cuánto te quiere tu padre. Quizás algún día pueda dejar atrás el rencor.
Me abracé a ella sintiendo alivio y tristeza al mismo tiempo.
Ahora escribo estas líneas preguntándome: ¿Cuántas familias viven atrapadas entre heridas antiguas? ¿Cuánto daño nos hacemos por no saber perdonar? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?