La distancia de un padre: Entre el silencio y el amor

—¿Por qué no quieres jugar con Matías? —le pregunté a Julián una noche, mientras él miraba la televisión con la mirada perdida, como si el mundo a su alrededor no existiera.

No respondió. Solo apretó los labios y subió el volumen. Matías, desde el pasillo, me miraba con esos ojos grandes, llenos de preguntas que yo tampoco sabía responder. Tenía apenas cinco años y ya sentía el peso de un padre ausente, aunque estuviera sentado a solo unos metros.

A veces me pregunto en qué momento comenzó todo. Si fue después de que Julián perdió su trabajo en la fábrica, o cuando su padre enfermó y tuvimos que mudarnos a casa de mi suegra en las afueras de Medellín. La casa era pequeña, siempre llena de voces y reproches. Mi suegra, doña Rosa, no perdía oportunidad para recordarme que Julián merecía una mujer que lo entendiera mejor, que supiera cuándo callar y cuándo hablar.

Pero yo no podía callar. No cuando veía a Matías dibujando solo en la mesa, esperando que su papá se acercara a ver sus garabatos de camiones y montañas. No cuando escuchaba a Julián suspirar cada vez que Matías le pedía que lo llevara al parque.

—Estoy cansado, hijo —decía Julián, sin mirarlo—. Anda con tu mamá.

Matías bajaba la cabeza y se iba conmigo, pero yo sentía cómo se le iba apagando la chispa. Y yo… yo sentía rabia. Rabia por Julián, por su indiferencia. Rabia por mí, por no saber cómo arreglarlo. Rabia por Matías, por tener que aprender tan pronto que el amor a veces no es suficiente.

Una tarde de domingo, mientras preparaba arepas en la cocina, escuché a Matías llorar en el patio. Salí corriendo y lo encontré sentado en el suelo, con las rodillas raspadas y la cara llena de lágrimas.

—¿Qué pasó, mi amor?

—Papá me dijo que no tiene tiempo para mí —sollozó—. ¿Es porque soy malo?

Sentí un nudo en la garganta tan fuerte que apenas pude hablar.

—No digas eso, mi vida. Tú eres lo mejor que tenemos.

Esa noche enfrenté a Julián. No podía seguir fingiendo que todo estaba bien.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué te alejas así de Matías? —le dije, casi gritando.

Él me miró con una mezcla de cansancio y enojo.

—No entiendes nada, Laura. No puedo ser el padre que él necesita. Me siento un fracaso… No tengo trabajo, no puedo darle nada. ¿Para qué quiere estar conmigo?

Me quedé en silencio. Por primera vez vi a Julián realmente vulnerable. No era solo distancia; era vergüenza, miedo, dolor. Pero eso no hacía menos daño.

Los días pasaron y la tensión creció como una sombra sobre la casa. Mi suegra murmuraba cosas al pasar: “Los hombres necesitan respeto, no reclamos”. Yo solo quería que mi hijo tuviera un papá presente.

Una noche escuché a Matías rezando bajito:

—Diosito, haz que mi papá me quiera otra vez.

Me rompí por dentro. ¿Cómo explicarle a un niño que el amor de los adultos a veces se esconde detrás del miedo?

Intenté hablar con Julián una vez más.

—Matías te necesita. No le importan los regalos ni el dinero. Solo quiere tu atención.

Él bajó la cabeza y murmuró:

—No sé cómo hacerlo… Siento que todo lo hago mal.

Le tomé la mano.

—No tienes que ser perfecto. Solo tienes que estar.

Pero Julián seguía encerrado en sí mismo. Empezó a salir más seguido por las noches; decía que iba a buscar trabajo, pero yo sabía que era una excusa para huir del peso de la casa.

Un día, Matías llegó del colegio con una nota: “Su hijo está retraído y no participa en clase”. Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo ayudarlo si ni siquiera podía ayudarme a mí misma?

Busqué apoyo en mi hermana Camila. Ella me abrazó fuerte y me dijo:

—No puedes cargar sola con todo esto. Habla con alguien, busca ayuda profesional para Matías… y para ti también.

Pero en nuestro barrio ir al psicólogo es casi un lujo o un motivo de chisme. “¿Estás loca?”, me preguntó doña Rosa cuando se enteró.

—No estoy loca —le respondí—. Solo quiero salvar a mi familia.

Al final logré llevar a Matías a una psicóloga comunitaria. Poco a poco empezó a dibujar menos camiones tristes y más soles y árboles verdes. Pero Julián seguía distante, cada vez más ausente incluso físicamente.

Una noche no volvió a dormir a casa. Me quedé sentada en la sala hasta el amanecer, mirando la puerta cerrada y preguntándome si algún día volvería el hombre del que me enamoré.

Cuando finalmente regresó, olía a cigarrillo y cansancio.

—No sé si puedo seguir —me dijo sin mirarme—. Siento que estoy fallando como esposo y como padre.

Lloré en silencio mientras él se encerraba en el cuarto. Esa fue la última vez que intenté forzar algo entre nosotros.

Hoy Matías y yo seguimos adelante. Él pregunta por su papá menos seguido; yo le digo que lo quiere mucho aunque esté lejos. A veces veo a Julián en el barrio, cabizbajo, luchando con sus propios fantasmas.

Me pregunto si algún día sanaremos estas heridas o si aprenderemos a vivir con ellas. ¿Cuántas familias más viven este silencio? ¿Cuántos niños esperan aún un abrazo de su papá?

¿De verdad el amor basta cuando el miedo y la vergüenza son tan grandes? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?