El regalo inesperado: una vida entre libros y silencios

—¿De verdad vas a volver a trabajar, Carmen? —La voz de Antonio resonó en la cocina, cargada de incredulidad y un leve reproche.

Me quedé mirando la taza de café entre mis manos, sintiendo el calor filtrarse en mis palmas arrugadas. Habían pasado seis meses desde mi jubilación como profesora en el instituto del barrio, y la casa, antes refugio, se había convertido en una jaula silenciosa. Al principio, disfruté de las mañanas sin despertador, de los paseos por el Retiro y de las tardes con mis nietos, pero pronto el tiempo se volvió pesado, como una manta húmeda sobre los hombros.

—No es un trabajo de verdad —respondí, intentando sonar ligera—. Solo unas horas en la biblioteca municipal. Me apetece estar rodeada de libros otra vez.

Antonio suspiró y volvió a su periódico. Desde que se jubiló dos años antes que yo, parecía haberse adaptado sin esfuerzo: dominó el arte de la siesta, aprendió a hacer paella y se apuntó a clases de petanca con los amigos del barrio. Yo, en cambio, sentía que me desvanecía poco a poco.

La biblioteca era pequeña, con estanterías viejas y olor a papel húmedo. Allí encontré algo parecido a la paz: niños buscando cuentos, ancianos leyendo el periódico, estudiantes preparando oposiciones. Me sentía útil otra vez. Pero Antonio no lo entendía. Empezó a llegar tarde a casa, a cenar en silencio. Una noche, mientras recogía los platos, me miró fijamente:

—¿No te basta con lo que tienes? ¿Conmigo?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle ese vacío que ni él ni los nietos podían llenar?

Un sábado por la mañana, mientras ordenaba los libros devueltos, recibí una llamada de mi hija Lucía:

—Mamá, ¿estás bien? Papá dice que últimamente estás rara.

Me reí para tranquilizarla, pero sentí un nudo en la garganta. ¿Tan evidente era mi desasosiego?

Días después, al llegar a casa tras mi turno en la biblioteca, encontré a Antonio esperándome con una caja envuelta en papel dorado. Su sonrisa era nerviosa, casi forzada.

—He pensado que esto podría animarte —dijo, tendiéndome el regalo.

Lo abrí despacio. Dentro había una carta manuscrita y una llave antigua. La carta decía:

«Carmen,
Sé que últimamente te siento lejos. He alquilado para ti un pequeño local en la calle Mayor. Siempre soñaste con tener tu propia librería-cafetería. Es tu oportunidad para empezar algo nuevo. Te quiero.
Antonio»

Me quedé sin palabras. Durante años había fantaseado con ese sueño imposible: un rincón lleno de libros y café donde la gente pudiera perderse entre historias. Pero ahora… ahora solo sentí miedo.

—¿No te gusta? —preguntó Antonio, con voz temblorosa.

—Es precioso… pero no sé si puedo —susurré.

Él bajó la mirada. Por primera vez vi en sus ojos una tristeza profunda, como si hubiera apostado todo lo que le quedaba y estuviera perdiendo.

Esa noche apenas dormí. Me debatía entre la ilusión y el vértigo. ¿Y si fracasaba? ¿Y si Antonio solo intentaba distraerme para no afrontar nuestros silencios?

Al día siguiente fuimos juntos a ver el local. Era pequeño pero acogedor: paredes blancas, estanterías vacías y una ventana que daba a la plaza donde jugaban los niños. Antonio me miraba esperando una reacción; yo solo podía pensar en todo lo que implicaba ese regalo: trabajo, inversión, riesgo…

—¿Por qué lo has hecho? —le pregunté finalmente.

—Porque quiero verte feliz —respondió él—. Porque te echo de menos aunque estés aquí.

Sentí un escalofrío. ¿Cuándo nos habíamos perdido? ¿En qué momento dejamos de hablarnos más allá de lo cotidiano?

Durante semanas intenté entusiasmarme con el proyecto. Lucía y mi hijo Pablo vinieron a ayudarme a pintar las paredes y elegir los primeros libros para vender. Pero cada vez que veía a Antonio sentado solo en casa o paseando por el barrio sin rumbo, sentía una punzada de culpa.

Una tarde lluviosa, mientras colocaba libros en las estanterías nuevas, Antonio entró empapado y se quedó mirándome en silencio.

—Carmen… esto no era lo que imaginaba —dijo al fin—. Pensé que te devolvería la alegría… pero siento que te aleja más de mí.

Me acerqué y le tomé la mano. Por primera vez en mucho tiempo lloré delante de él.

—No sé cómo volver a encontrarnos —admití—. Quizá hemos cambiado demasiado.

Él asintió despacio. Nos abrazamos largo rato entre cajas de libros y olor a café recién hecho.

La librería abrió sus puertas un mes después. Fue un éxito modesto: vecinos curiosos, niños buscando cuentos, ancianos jugando al ajedrez junto al ventanal. Pero entre Antonio y yo quedó un hueco difícil de llenar; compartíamos el mismo espacio pero ya no los mismos sueños.

Hoy, mientras cierro la caja registradora y apago las luces del local, me pregunto si es posible reinventarse sin perder lo esencial; si el amor puede sobrevivir cuando la vida nos cambia tanto por dentro.

¿Alguna vez habéis sentido que perseguir vuestros sueños os alejaba de quienes más queréis? ¿Vale la pena sacrificar parte de uno mismo por no perder al otro?