Entradas de Última Hora: Un Regalo o una Trampa
—¿Pero cómo se te ocurre, Lucía? —grité al teléfono, con el corazón acelerado y las manos temblorosas mientras miraba las entradas que acababan de aparecer en mi buzón. Eran las seis y media de la tarde; la función empezaba a las ocho en el Teatro Español, en pleno centro de Madrid. Yo acababa de salir del trabajo, tenía la compra pendiente y mi madre esperaba que pasara a verla después de su última sesión de quimioterapia.
Lucía, con su voz chispeante, respondió: —¡Es una sorpresa! ¡Vamos, Ana! ¡No puedes decir que no! Es la obra que tanto querías ver, ¿te acuerdas?
Me quedé en silencio. Claro que me acordaba. Hacía meses que hablábamos de ir a ver «La Casa de Bernarda Alba» con esa actriz que tanto admiramos, pero nunca encontramos el momento. Ahora, con solo dos horas para organizarlo todo, sentí más angustia que ilusión.
—No sé si puedo, Lucía. Hoy no… —musité, mirando la lista interminable de tareas en mi móvil.
—¡Por favor! —insistió ella—. Hazlo por mí. Por nosotras. Siempre dices que necesitas un respiro.
Colgué sin responderle. Me senté en el borde de la cama, las entradas en la mano, y sentí una punzada de culpa. ¿Era egoísta por no querer ir? ¿O era ella egoísta por ponerme en esta situación?
Mi hermano Sergio entró en la habitación sin llamar.
—¿Qué te pasa? Pareces un fantasma.
Le enseñé las entradas y le conté lo ocurrido. Sergio resopló.
—Lucía siempre igual, ¿eh? Cree que todo el mundo puede dejarlo todo por sus ocurrencias. ¿Y mamá? ¿Vas a dejarla sola hoy?
La pregunta me atravesó como un cuchillo. Mi madre llevaba semanas luchando contra el cáncer y yo era su principal apoyo. Pero también sentía que me ahogaba entre el trabajo, la familia y las expectativas de todos.
Salí corriendo al supermercado, intentando decidir qué hacer mientras llenaba el carrito con prisas. En la cola, recibí un mensaje de Lucía: «Te espero a las 19:30 en Sol. No me falles». Sentí una mezcla de rabia y ternura. ¿Por qué siempre tenía que ser yo la responsable?
Al llegar a casa, mi madre estaba sentada en el sofá, pálida pero sonriente.
—¿Qué tal el día, hija?
Me senté a su lado y le conté lo de las entradas.
—Ve —dijo ella sin dudar—. Yo estaré bien. Necesitas distraerte.
Pero sus ojos decían otra cosa: miedo a quedarse sola, miedo a la noche y al dolor. Me sentí dividida en dos.
A las siete y cuarto, aún dudando, llamé a Lucía.
—No sé si puedo ir —le confesé—. Mamá está delicada y…
—Ana, por favor —me interrumpió—. Siempre tienes una excusa. ¿Cuándo vas a pensar en ti? ¿O es que ya no te importa nuestra amistad?
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Colgué sin decir nada más. Me quedé mirando las entradas sobre la mesa, como si fueran dinamita a punto de explotar.
A las siete y media, cogí el abrigo y salí corriendo hacia el metro. No sabía si iba al teatro o si simplemente huía de todo.
En Sol, Lucía me esperaba con una sonrisa nerviosa.
—Sabía que vendrías —dijo abrazándome fuerte—. Perdona si he sido pesada… Es que te echo mucho de menos.
Durante la obra, apenas pude concentrarme. Pensaba en mi madre sola en casa, en Sergio enfadado, en Lucía emocionada a mi lado. Cuando cayó el telón y los aplausos llenaron la sala, sentí una mezcla extraña de alivio y tristeza.
Al salir del teatro, Lucía me miró con ojos brillantes.
—¿Ves? Ha merecido la pena…
No supe qué responderle. Caminamos juntas hasta Callao en silencio. Al despedirnos, me abrazó fuerte.
—Gracias por venir —susurró—. Sé que no era fácil.
Al llegar a casa, encontré a mi madre dormida en el sofá, la televisión encendida y una manta sobre los hombros. Me senté a su lado y lloré en silencio.
Esa noche apenas dormí. Me pregunté si había hecho lo correcto o si había fallado a quienes más quería. ¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestro tiempo por los demás? ¿Y cuándo un regalo deja de serlo para convertirse en una carga?
¿Vosotros qué haríais? ¿Dónde está el límite entre cuidar a los demás y cuidarse a uno mismo?