En la sombra del desprecio: La voz de Lucía
—¡No eres más que una cría!— rugió mi padre, Tomás, golpeando la mesa de la cocina con tal fuerza que el vaso de agua tembló y derramó unas gotas sobre el mantel de cuadros. Yo apreté los puños bajo la mesa, sintiendo cómo la rabia y la impotencia me subían por la garganta como un nudo imposible de tragar.
—No soy una cría, papá. Solo quiero ir a la excursión con mis compañeros— respondí, intentando mantener la voz firme, aunque por dentro me temblaba todo. Sabía que no serviría de nada, pero necesitaba decirlo. Necesitaba que, por una vez, me escuchara.
Carmen, mi hermana mayor —bueno, hermanastra en realidad—, se limitó a mirar su móvil, como si no estuviera allí. Siempre hacía lo mismo: desaparecer en cuanto las cosas se ponían feas. Desde que mamá murió hace dos años, Carmen y yo apenas cruzábamos palabra. Ella tenía ya veintitrés años y vivía en Madrid, pero venía los fines de semana a casa de papá en Segovia. Yo sentía que era una extraña en mi propia familia.
Papá tenía casi sesenta años. Siempre fue mayor que mamá, y desde que ella faltó, parecía aún más viejo, más cansado… y más irascible. No soportaba que le llevaran la contraria. Todo lo que yo decía era motivo de burla o desprecio.
—¿Excursión? ¿Para qué? ¿Para perder el tiempo con esos niñatos?— escupió Tomás, sin mirarme siquiera. —Tienes que estudiar. Si tu madre viera esto…
Ahí estaba otra vez: el chantaje emocional. Mamá. Su ausencia era un hueco frío en la casa. Nadie hablaba de ella, pero su foto seguía en el salón, mirándonos con esa sonrisa triste.
Me levanté de la mesa sin decir nada más. Subí a mi cuarto y cerré la puerta con llave. Me tiré sobre la cama y dejé que las lágrimas salieran al fin. No lloraba solo por la excursión; lloraba porque me sentía invisible. Porque cada día era una batalla para defender lo poco que quedaba de mí.
Esa noche escuché a Carmen y a papá discutir en voz baja en el pasillo.
—Tomás, tienes que dejarla respirar un poco. Lucía no es mamá…
—No te metas, Carmen. Bastante tengo con sacar esto adelante solo.
—Pero es tu hija…
No oí más. Me tapé los oídos con la almohada. Odiaba esa casa. Odiaba sentirme siempre fuera de lugar.
Al día siguiente fui al instituto como un autómata. Mis amigas —Marina y Sofía— hablaban emocionadas sobre la excursión a Salamanca. Yo asentía y sonreía como si nada pasara.
—¿Vas a venir al final?— preguntó Marina.
—No lo sé… Mi padre dice que no— respondí bajito.
Sofía me miró con compasión. —Siempre te pone pegas para todo…
Sentí vergüenza y rabia a partes iguales. ¿Por qué mis amigas podían hacer cosas normales y yo no?
Esa tarde, al volver a casa, encontré a Carmen sentada en mi cama.
—¿Puedo?— preguntó, señalando el borde del colchón.
Asentí sin mirarla.
—Papá está muy perdido desde que mamá se fue… Pero tú también tienes derecho a vivir tu vida, Lucía.
Me mordí el labio para no llorar otra vez.
—No me escucha nunca… Ni siquiera le importa lo que quiero hacer.
Carmen suspiró y me abrazó torpemente.
—A veces los adultos no sabemos hacerlo mejor… Pero tienes que luchar por lo que quieres. Si te rindes ahora, será peor después.
Me quedé pensando en sus palabras mucho tiempo después de que se fuera.
Esa noche decidí escribirle una carta a papá. No podía hablar con él sin acabar gritando o llorando, así que tal vez por escrito pudiera explicarle cómo me sentía.
«Papá:
Sé que estás triste y cansado desde que mamá murió. Yo también la echo de menos cada día. Pero necesito que confíes en mí. No soy una niña pequeña. Quiero ir a la excursión porque necesito sentirme parte de algo, tener amigos, vivir cosas nuevas… No quiero pasarme la vida encerrada aquí sintiéndome sola y triste. Por favor, escúchame por una vez.»
Dejé la carta sobre su almohada antes de irme al instituto al día siguiente.
Esa tarde, cuando volví a casa, encontré a papá sentado en el salón con la carta en las manos. Tenía los ojos rojos y parecía más viejo aún.
—Ven aquí, Lucía— dijo con voz ronca.
Me acerqué despacio, temblando.
—He leído tu carta… No sabía que te sentías así— murmuró sin mirarme.— Perdona si he sido injusto contigo… Es solo que tengo miedo de perderte también.
Me quedé helada. Nunca le había oído hablar así.
—No me vas a perder, papá… Pero necesito vivir mi vida también.
Nos abrazamos torpemente. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez las cosas podían cambiar un poco.
Al final fui a la excursión con mis amigas. No fue solo un viaje: fue el primer paso para recuperar mi voz y mi lugar en el mundo.
A veces me pregunto: ¿cuántos jóvenes como yo se sienten silenciados en sus propias casas? ¿Cuántos padres no ven el daño que hacen al no escuchar? ¿Y si todos nos atreviéramos a hablar claro alguna vez?