Abandonado en el Hospital: La Vida de Emiliano y el Peso del Silencio
—¿Por qué nadie viene a buscarlo? —escuché a la enfermera susurrar mientras me cambiaba el pañal, apenas tenía unas horas de vida. No entendía nada, pero ese murmullo se quedó grabado en mi piel como una marca invisible. Me llamaron Emiliano porque alguien tenía que ponerme un nombre en la cuna del hospital público de Buenos Aires donde nací. Mi madre, dicen, se fue sin mirar atrás cuando supo que yo tenía una enfermedad rara, una de esas que sólo se pronuncian en voz baja y con lástima: distrofia muscular congénita.
Crecí entre paredes ajenas, primero en la Casa Cuna y después en hogares de acogida. Cada vez que llegaba a una nueva casa, sentía el mismo frío en el estómago: ¿me querrán aquí? ¿Cuánto tiempo antes de que me devuelvan? Recuerdo a la señora Marta, la primera que me llevó a su casa en Lanús. Tenía manos ásperas y voz fuerte, pero cuando me veía luchar para subir las escaleras, suspiraba con resignación. Una noche la escuché hablar con su hija:
—Pobrecito, ¿quién va a querer quedarse con un chico así? —dijo.
Me hice el dormido, pero lloré en silencio. Aprendí pronto que mi enfermedad era una carga para todos. Los otros chicos del hogar me miraban raro cuando no podía correr o cuando me caía al intentar jugar fútbol. «Emi es de cristal», decían entre risas crueles. Yo sólo quería ser uno más.
A los ocho años, después de pasar por tres familias distintas, empecé a preguntarme si mi madre alguna vez pensaba en mí. ¿Soñaría conmigo? ¿Sentiría culpa? En la escuela, la maestra Susana me preguntó un día:
—¿Y tus papás, Emiliano?
No supe qué responder. Inventé que vivían lejos, en el sur, y que pronto vendrían por mí. Mentir era más fácil que ver la compasión en los ojos de los adultos.
La adolescencia fue aún más dura. Mi cuerpo se debilitaba y los médicos decían que no había mucho por hacer. En el hogar donde vivía entonces, en Avellaneda, los recursos eran pocos y las peleas muchas. Una noche, mientras trataba de dormir, escuché a los cuidadores discutir:
—No podemos seguir gastando tanto en sus remedios —decía uno—. Hay otros chicos que también necesitan ayuda.
Me sentí invisible, como si mi vida valiera menos por ser costosa. Empecé a odiar mi cuerpo y a preguntarme si todo sería más fácil si no estuviera aquí. Pero entonces conocí a Camila, una voluntaria universitaria que venía a leer cuentos los sábados. Ella no me miraba con lástima; me hablaba como si yo fuera importante.
—¿Sabés qué? —me dijo un día—. Sos mucho más fuerte de lo que pensás.
Esas palabras fueron como un abrazo después de años de frío. Empecé a escribir cartas para mi madre biológica, aunque nunca supe su nombre ni dónde buscarla. Le contaba mis días, mis miedos y mis sueños: tener una familia, estudiar medicina para ayudar a otros chicos como yo, correr aunque sea una vez sin caerme.
A los diecisiete años, cuando ya nadie quería adoptarme y el sistema me preparaba para salir solo al mundo, sentí terror. ¿Cómo iba a sobrevivir sin nadie? Conseguí una beca para terminar el secundario gracias a Camila y empecé a trabajar medio tiempo en una librería del barrio San Telmo. El dueño, Don Ricardo, era seco pero justo.
—Acá no importa de dónde venís —me dijo el primer día—. Lo que importa es cómo trabajás.
Por primera vez sentí que podía valer por mí mismo. Pero las noches seguían siendo largas y solitarias. A veces soñaba con una madre que me abrazaba y me decía que todo iba a estar bien. Otras veces soñaba con nada: sólo un vacío enorme.
Un día cualquiera, mientras ordenaba libros viejos, encontré una novela sobre niños abandonados durante la dictadura argentina. Me quedé leyendo hasta tarde y lloré por todos esos chicos sin nombre ni historia. Me di cuenta de que yo también era uno de ellos: un sobreviviente del olvido.
Hoy tengo veinticuatro años y sigo luchando contra mi enfermedad y contra el silencio que deja el abandono. No sé si algún día encontraré a mi madre o si podré formar mi propia familia. Pero aprendí que mi historia merece ser contada, aunque duela.
A veces me pregunto: ¿cuántos Emilianos hay allá afuera esperando ser vistos? ¿Cuánto pesa el silencio de quienes deberían amarnos primero? ¿Y si todos nos animáramos a mirar más allá del prejuicio y del miedo?