Cuando la familia duele: El precio de abrir la puerta

—¿De verdad no tienes a nadie más? —le pregunté, temblando mientras sostenía la puerta abierta y el frío se colaba en el recibidor. Melissa tenía los ojos rojos, la bufanda mal puesta y las manos de sus hijos aferradas a su abrigo.

—Por favor, Lucía. No sé a quién más acudir —susurró, y sentí cómo la culpa me apretaba el pecho.

No era la primera vez que alguien de la familia venía a pedirme ayuda. Pero nunca había visto a Melissa tan derrotada. Su marido, Óscar, estaba detrás, con la cabeza gacha y una bolsa de deporte en la mano. Los niños, Claudia y Mateo, apenas levantaban la mirada. Les hice pasar, les preparé chocolate caliente y busqué mantas. Mi piso en Vallecas no era grande, pero siempre pensé que había sitio para los míos.

Al principio todo fue cordial. Melissa ayudaba en casa, los niños iban al colegio del barrio y Óscar buscaba trabajo. Pero las semanas pasaron y el ambiente se fue enrareciendo. Una noche, mientras fregaba los platos, escuché a Óscar murmurarle a Melissa en la cocina:

—No pienso aceptar cualquier cosa. No después de todo lo que he trabajado.

Melissa le respondió en voz baja, pero alcancé a oír: —No podemos seguir así mucho tiempo… Lucía también tiene su vida.

Me hice la sorda, pero las palabras me taladraron la cabeza. ¿Hasta cuándo podría sostener esta situación? Mi novio, Sergio, empezó a venir menos. «No es por ti, Lucía, pero no me siento cómodo», me dijo una tarde antes de marcharse apresurado.

Los días se volvieron rutina: discusiones por el baño, por la comida, por el volumen de la tele. Una tarde llegué del trabajo y encontré a Claudia llorando en mi habitación porque Mateo le había roto su cuaderno de dibujo. Melissa estaba tan agotada que ni siquiera pudo mediar.

Intenté hablar con ella:

—Melissa, esto no puede seguir así. Necesitáis buscar otra solución.

Me miró con una mezcla de rabia y vergüenza:

—¿Nos estás echando?

—No… Pero necesito recuperar mi espacio. No puedo más.

Óscar empezó a evitarme. Los niños se encerraban en sí mismos. Yo me sentía una extraña en mi propia casa. Una noche escuché cómo Melissa lloraba en el salón mientras creía que todos dormíamos.

La tensión explotó un sábado por la mañana. Sergio vino a desayunar y encontró a Óscar usando mi portátil sin permiso. Discutieron. Las voces subieron de tono:

—¡No tienes derecho! —gritó Óscar.

—¡Esta es la casa de Lucía! —respondió Sergio.

Melissa intervino llorando y los niños se asustaron. Yo solo quería desaparecer.

Ese día tomé una decisión dolorosa. Llamé a mi tía Carmen para pedirle ayuda. Entre todos conseguimos que Melissa y su familia se mudaran temporalmente con ella. El día que se fueron, Melissa apenas me miró a los ojos.

Durante semanas no supe nada de ellos. Me sentía culpable y aliviada a partes iguales. Sergio volvió poco a poco, pero nuestra relación ya no era la misma. La familia empezó a murmurar: «Lucía les echó cuando más lo necesitaban».

Un domingo cualquiera, recibí un mensaje de Melissa: «Gracias por todo. Perdóname si te hice daño». Lloré al leerlo, porque yo también necesitaba perdonarme.

A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí aguantar más. ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse a uno mismo? ¿Cuántas veces podemos sacrificar nuestra paz por los demás antes de rompernos del todo?

¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llega vuestra generosidad cuando se trata de familia?