Nuestra hija se fue, pero regresó su hija: ¿En qué fallamos?
—¡No puede ser, Raúl! ¡Es Valentina! —grité desde la sala, con el corazón en la garganta, mientras sostenía en brazos a una niña de no más de tres años, envuelta en una manta vieja y con una nota pegada al pecho. Mi esposo bajó corriendo las escaleras, aún con la camisa de dormir, y se quedó paralizado al ver a la pequeña.
La nota era breve, escrita con la letra temblorosa que reconocería entre mil: “Cuídenla. No puedo más. Perdón. —Valeria”.
Valeria. Nuestra hija. La misma que desapareció hace cuatro años, dejando tras de sí solo silencio y preguntas sin respuesta. La misma que fue mi orgullo, mi razón de vivir, hasta que la adolescencia la transformó en alguien irreconocible.
Recuerdo el día que se fue como si fuera ayer. Era una tarde lluviosa en Medellín, y yo estaba preparando arepas para la cena. Valeria entró a la cocina con los ojos hinchados y la mochila al hombro.
—Mamá, me voy —dijo, sin mirarme a los ojos.
—¿Cómo que te vas? ¿A dónde? —le pregunté, sintiendo el pánico treparme por la espalda.
—No puedo quedarme aquí. No me entienden. No quiero seguir siendo lo que ustedes quieren que sea.
Intenté abrazarla, detenerla, pero ella se soltó y salió corriendo bajo la lluvia. Raúl llegó minutos después y salimos a buscarla por todo el barrio, preguntando a vecinos, llamando a sus amigas. Nadie sabía nada. Nadie quiso decir nada.
La policía nos dijo que era común que los jóvenes se fueran de casa por unos días, pero Valeria nunca volvió. Cada noche dormía con su foto bajo la almohada, rezando para que estuviera bien, para que algún día regresara.
Y ahora, en medio de la madrugada, lo único que regresaba era esta niña de ojos grandes y cabello oscuro, tan parecida a Valeria cuando era pequeña que me dolía el alma mirarla.
—¿Qué vamos a hacer? —susurró Raúl, acariciando el cabello de la niña mientras ella dormía en el sofá.
—Lo único que podemos hacer —respondí—: cuidarla como si fuera nuestra propia hija.
Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Llamamos a la policía, pero no había rastro de Valeria. Nadie sabía nada de ella desde hacía meses. La niña —a quien llamamos Luciana— apenas hablaba. Solo decía “mamá” cuando tenía pesadillas por las noches y se aferraba a mi cuello como si temiera desaparecer también.
La familia empezó a murmurar. Mi hermana Claudia vino a visitarnos y no pudo evitar preguntar:
—¿Y si Valeria está metida en algo malo? ¿Drogas? ¿Prostitución? ¿Por qué dejaría a su hija así?
No tenía respuestas. Solo tenía recuerdos: las discusiones por sus amigos nuevos, las noches en vela esperando que llegara, las veces que le revisé el celular buscando pistas de su vida secreta. ¿Había sido demasiado estricta? ¿Demasiado blanda? ¿En qué momento se rompió el hilo invisible que nos unía?
Raúl intentaba ser fuerte, pero lo veía llorar en silencio cuando creía que yo no lo notaba. Se culpaba por trabajar tanto, por no haber estado más presente cuando Valeria empezó a cambiar.
Una tarde, mientras Luciana jugaba en el patio con los perros del vecino, me senté junto a Raúl en la cocina.
—¿Crees que algún día volverá? —le pregunté.
Él suspiró y me tomó la mano.
—No lo sé, Ana. Pero tenemos que estar preparados para todo. Por Luciana… y por nosotros.
Los meses pasaron y Luciana empezó a sonreír más seguido. Aprendió a decir “abuelita” y “abuelito”, aunque a veces nos miraba con esa tristeza antigua en los ojos que solo tienen los niños marcados por el abandono.
Un día recibí una llamada anónima al celular. Era una voz de mujer, ronca y temblorosa:
—Mamá…
El mundo se detuvo.
—Valeria… ¿Dónde estás? ¡Por favor, vuelve! Luciana te necesita… ¡te necesitamos!
—No puedo… No ahora… Solo quería saber si está bien…
—Está bien porque está con nosotros. Pero tú… tú eres su madre…
Silencio del otro lado. Un sollozo ahogado.
—Perdón… —fue lo último que escuché antes de que colgara.
Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la cama de Luciana y le acaricié el cabello mientras dormía. Pensé en todas las madres que han perdido a sus hijos en este país: por la violencia, por la pobreza, por las malas decisiones o simplemente por no saber cómo amarlos sin asfixiarlos.
¿En qué momento dejamos de escucharla? ¿Cuándo dejamos de ser su refugio para convertirnos en su cárcel?
La vida siguió su curso. Luciana empezó el jardín infantil y poco a poco llenó la casa de risas y dibujos pegados en la nevera. Pero cada vez que sonaba el teléfono o alguien tocaba la puerta tarde en la noche, mi corazón saltaba con la esperanza absurda de ver a Valeria aparecer al otro lado.
A veces sueño con ella: llega descalza y empapada por la lluvia, me abraza fuerte y me dice “mamá, ya estoy en casa”. Me despierto llorando y abrazo a Luciana como si pudiera protegerla del mismo destino.
Hoy escribo estas palabras porque sé que no soy la única madre con el corazón roto en este país lleno de ausencias. Porque sé que muchas familias callan sus vergüenzas y sus culpas detrás de puertas cerradas.
¿Dónde fallamos? ¿Se puede amar demasiado? ¿O demasiado poco? ¿Cómo se aprende a perdonar cuando ni siquiera entiendes qué fue lo que rompiste?
Quizás algún día Valeria regrese de verdad. Mientras tanto, Luciana es nuestro milagro y nuestro castigo; nuestra esperanza y nuestro recordatorio constante de todo lo perdido y lo posible.
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían sin entender? ¿O seguirían buscando respuestas aunque duelan más que el silencio?