La verdad detrás de la ventana: El precio oculto de un matrimonio perfecto

—¿Por qué no puedes hacer nada bien? —La voz de Álvaro retumbó por el patio interior, colándose por mi ventana abierta. Era la tercera vez esa semana que escuchaba gritos en el piso de arriba. Yo, Clara, siempre había pensado que Lucía y Álvaro eran la pareja perfecta del edificio. Ella, con su melena castaña siempre impecable, su sonrisa amable en el ascensor; él, elegante, educado, saludando a todos los vecinos. Pero desde hacía meses, Lucía parecía otra: ojeras profundas, mirada huidiza, ropa holgada que antes nunca llevaba.

Esa noche no pude dormir. Me quedé sentada en la cama, mirando la lámpara del techo, preguntándome si debía hacer algo. ¿Y si me estaba metiendo donde no me llamaban? En España, todos sabemos que las paredes son finas y los secretos gruesos. Pero algo dentro de mí no me dejaba tranquila.

A la mañana siguiente, bajé al portal y la vi. Lucía estaba recogiendo el correo, temblorosa, con una bufanda cubriéndole el cuello aunque era mayo y hacía calor. Me acerqué despacio.

—Buenos días, Lucía —dije con voz suave.

Ella levantó la mirada y sonrió, pero sus ojos estaban vidriosos.

—Hola, Clara. ¿Qué tal?

—¿Te encuentras bien? —pregunté bajando la voz—. Si necesitas algo…

Lucía apretó el sobre entre los dedos y negó con la cabeza.

—Estoy bien, de verdad. Solo un poco cansada —susurró.

Vi cómo se le escapaba una lágrima antes de girarse y subir corriendo las escaleras. Me quedé helada. ¿Qué podía hacer? ¿Llamar a la policía? ¿Hablar con ella otra vez? ¿Y si me equivocaba?

Los días pasaron y la tensión en el edificio se palpaba. Los vecinos cuchicheaban en el portal:

—Dicen que Álvaro está en paro desde hace meses —comentó Carmen, la del primero—. Y que Lucía apenas sale de casa.

—Yo la vi llorando en el supermercado —añadió Teresa—. Pero cuando le pregunté, me dijo que era por alergia.

Una tarde, mientras regaba las plantas en mi balcón, escuché un golpe seco seguido de un sollozo ahogado. No lo pensé dos veces: subí corriendo las escaleras y llamé a su puerta.

—¿Lucía? Soy Clara. ¿Estás bien?

Silencio. Luego, pasos vacilantes y el clic del cerrojo. Lucía abrió apenas unos centímetros. Tenía el ojo morado.

—Por favor… no digas nada —susurró—. Álvaro está pasando una mala racha. No es malo… solo está estresado.

Sentí rabia e impotencia. ¿Cuántas veces había escuchado esa excusa en las noticias? ¿Cuántas mujeres en España callaban por miedo o vergüenza?

—Lucía, esto no es culpa tuya —le dije—. No tienes que aguantarlo sola.

Ella rompió a llorar y me dejó entrar. El salón estaba impecable, pero el aire olía a miedo y desesperanza. Me contó entre sollozos cómo Álvaro había cambiado desde que perdió el trabajo: los gritos, los insultos, los empujones cada vez más frecuentes.

—No quiero que mis padres lo sepan —dijo—. Siempre han pensado que mi vida era perfecta… No quiero decepcionarlos.

Me senté a su lado y le cogí la mano.

—Lucía, nadie espera que seas perfecta. Pero tienes derecho a estar a salvo.

Esa noche me quedé con ella hasta que Álvaro volvió. Fingí que solo estaba de visita para tomar un café. Él me miró con desconfianza pero no dijo nada delante de mí.

Al día siguiente, llamé al 016 desde mi móvil y pedí información para ayudarla. Le hablé de los recursos disponibles: psicólogos, abogados gratuitos, casas de acogida. Al principio se negó; tenía miedo de perderlo todo: su casa, su reputación, incluso a sus amigas del club de lectura.

Pero poco a poco fue cambiando. Empezó a salir más; vino conmigo al parque, al cine, incluso a una charla sobre violencia de género en el centro cultural del barrio. Un día me confesó:

—Siempre pensé que esto solo les pasaba a otras mujeres… mujeres sin estudios o sin familia. Nunca imaginé que yo…

La ayudé a preparar una maleta pequeña con lo imprescindible y escondimos copias de sus documentos en mi casa «por si acaso». Finalmente, una noche en la que Álvaro llegó borracho y rompió un jarrón contra la pared, Lucía tomó la decisión.

Se fue antes del amanecer mientras él dormía. Yo la acompañé hasta el taxi con el corazón encogido.

Hoy han pasado seis meses desde aquella madrugada. Lucía vive en otra ciudad; ha encontrado trabajo y poco a poco recupera la sonrisa. A veces hablamos por teléfono y me cuenta cómo va rehaciendo su vida.

En el edificio ya nadie habla de ella; algunos incluso fingen no recordar lo que pasó. Pero yo no puedo olvidar su mirada cuando me dijo adiós ni el temblor de su voz cuando por fin pidió ayuda.

Ahora cada vez que veo una pareja aparentemente feliz en el portal o escucho risas tras una puerta cerrada, me pregunto: ¿Cuántas Lucías habrá todavía escondidas tras cortinas impecables? ¿Cuántos secretos callamos por miedo al qué dirán?

¿Y tú? ¿Alguna vez has mirado más allá de las apariencias en tu propio vecindario?