Entre las Ruinas del Amor y la Esperanza
—¿De verdad crees que puedes empezar de cero así, Lucía? —La voz de mi madre retumbaba en el pasillo, mientras yo cerraba la maleta con manos temblorosas.
No respondí. ¿Qué podía decirle? Que sí, que necesitaba huir de las ruinas de mi primer matrimonio, de los susurros en el barrio, de las miradas de lástima cada vez que llevaba a mi hija al colegio. Que sí, que estaba desesperada por sentirme viva otra vez, aunque fuera en otro país, con otro hombre, con otro idioma.
Mi exmarido, Sergio, se había marchado una noche cualquiera. «No puedo más», dijo. «Esto no es vida para ninguno de los tres». Y se fue. Me dejó con una niña de seis años y una hipoteca imposible en un piso de Vallecas. Durante meses, sobreviví a base de café y lágrimas, trabajando de cajera en el supermercado y pidiendo favores a mi hermana Marta para que recogiera a Paula del colegio.
Fue entonces cuando apareció Andrés. No Andrés de aquí, sino Andrew, aunque yo le llamaba Andrés para sentirlo más cercano. Lo conocí en un grupo de intercambio de idiomas. Él quería mejorar su español; yo necesitaba distraerme. Pronto nuestras conversaciones pasaron del «¿cómo se dice esto?» al «¿cómo te sientes hoy?». Me hablaba de su vida en Boston, de sus paseos por el río Charles, de su familia que parecía sacada de una película americana.
Una noche, después de meses de mensajes y videollamadas, me lo propuso:
—¿Por qué no vienes a visitarme? Paula también es bienvenida. Podríamos ver si esto… funciona.
Vendí lo poco que tenía de valor: la alianza de boda, el reloj antiguo de mi abuela, hasta la bicicleta de Paula. Mi madre lloró cuando le dije que nos íbamos dos semanas a Estados Unidos. «No te fíes, Lucía. No sabes lo que te espera allí».
El vuelo fue largo y lleno de dudas. Paula dormía con la cabeza en mi regazo y yo repasaba mentalmente cada conversación con Andrew. ¿Y si no era quien decía ser? ¿Y si solo buscaba una aventura?
Al llegar al aeropuerto, lo busqué entre la multitud. Cuando por fin lo vi, su sonrisa era más tímida que en las videollamadas. Me abrazó rápido y saludó a Paula con un «Hello!» torpe pero cariñoso.
Los primeros días fueron extraños. Andrew trabajaba muchas horas y nos dejaba solas en su apartamento frío y minimalista. Paula echaba de menos a su abuela y preguntaba cuándo volveríamos a casa. Yo intentaba convencerme de que era cuestión de tiempo adaptarnos.
Una noche, mientras cenábamos pizza recalentada, Andrew soltó la bomba:
—Lucía, no estoy seguro de que esto sea lo que quiero. No pensé que sería tan complicado tener una niña aquí…
Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Eso era todo? ¿Después de cruzar un océano y vender mis recuerdos para estar con él?
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le espeté con rabia contenida.
—Pensé que podría… pero no estoy preparado para ser padre ahora —respondió bajando la mirada.
Esa noche lloré en silencio mientras Paula dormía abrazada a su peluche. Me sentí estúpida, ingenua, sola en un país donde ni siquiera sabía pedir ayuda.
Al día siguiente, Andrew nos llevó al aeropuerto sin apenas hablar. El vuelo de vuelta fue aún más largo que el de ida. Al llegar a Madrid, mi madre me abrazó fuerte y no dijo nada; solo me acarició el pelo como cuando era niña.
Los días siguientes fueron un torbellino: buscar trabajo otra vez, explicar a Paula por qué Andrew ya no llamaba, soportar las miradas inquisitivas de los vecinos. Marta me ayudó a encontrar un piso pequeño cerca del suyo y poco a poco fui reconstruyendo mi vida.
A veces pienso en Andrew y me pregunto si fui demasiado impulsiva o simplemente una mujer desesperada por creer en los cuentos de hadas modernos. Pero también pienso en la fuerza que encontré para volver a empezar, en el amor incondicional de mi hija y en el abrazo silencioso de mi madre.
Ahora, mientras veo a Paula dormir tranquila en su nueva habitación, me pregunto: ¿Cuántas veces puede romperse un corazón antes de dejar de creer en el amor? ¿O acaso es precisamente ese dolor el que nos enseña a amar mejor la próxima vez?