El día que el paradero se volvió un circo: la historia de mis jeans apretados
—¡Apúrate, Valeria! ¡El bus ya viene! —gritó mi mamá desde la cocina, mientras yo forcejeaba con el cierre de mis jeans nuevos frente al espejo. El reloj marcaba las 6:47 y el sudor ya me corría por la frente. Me había prometido que hoy sería diferente, que llegaría temprano al trabajo y que no dejaría que nada —ni nadie— me arruinara el día. Pero esos jeans, comprados en oferta en el centro de Lima, parecían tener otros planes.
Salí corriendo, sin desayunar, con la mochila colgando de un solo hombro y el corazón latiendo a mil. Al llegar al paradero, la fila ya daba la vuelta a la esquina. Sentí las miradas de todos: la señora Rosa con su bolsa de mercado, don Ernesto leyendo el periódico, y un chico alto, moreno, con una sonrisa burlona que no me quitaba los ojos de encima.
El bus llegó rechinando y todos se abalanzaron como si regalaran pasajes gratis. Cuando llegó mi turno, intenté subir el primer escalón, pero mis jeans me detuvieron en seco. Sentí cómo la tela se estiraba al máximo y el botón amenazaba con salir disparado. Detrás de mí, el chico moreno —que después supe se llamaba Julián— murmuró:
—¿Te ayudo?
Me puse roja como tomate. Intenté subir de nuevo, pero nada. El chofer bufó:
—¡Señorita, apúrese! Hay gente esperando.
La fila empezó a impacientarse. La señora Rosa murmuró algo sobre «la juventud y sus modas ridículas». Julián, sin pedir permiso, me tomó suavemente de los codos y empujó hacia arriba. Sentí cómo mis jeans cedían un poco, pero en ese preciso instante escuché un «¡crack!». El botón salió volando y aterrizó en la cabeza de don Ernesto, quien soltó un grito:
—¡Oye, muchacha! ¿Qué te pasa?
El bus entero estalló en carcajadas. Yo quería que la tierra me tragara. Julián, entre risas, me susurró:
—Tranquila, peor sería quedarse abajo.
Logré subir al bus con la bragueta abierta y la dignidad hecha trizas. Me senté al fondo, tapándome con la mochila. Julián se sentó a mi lado y empezó a contarme historias absurdas sobre sus propias vergüenzas: una vez se le rompió el pantalón en plena entrevista de trabajo; otra vez se quedó atrapado en una puerta giratoria del centro comercial.
—La vida es así —me dijo—. Un día te caes, otro te levantas. Lo importante es reírse.
Pero yo no podía reírme. Pensaba en mi mamá, en cómo me había advertido que esos jeans eran «demasiado ajustados para una chica decente». Pensaba en mi jefe, don Ramiro, que seguro pondría cara de pocos amigos si llegaba tarde otra vez. Pensaba en mi hermana menor, Camila, que siempre se burlaba de mis dramas matutinos.
Al llegar a mi destino, bajé del bus cubriéndome como pude. Julián me acompañó hasta la esquina y antes de despedirse me ofreció su chaqueta para taparme.
—No te preocupes —me dijo—. Mañana será otro día.
Caminé las dos cuadras hasta la oficina sintiendo todas las miradas sobre mí. Al entrar, mi jefe me miró de arriba abajo y soltó un suspiro resignado:
—Valeria, ¿otra vez tarde?
No supe qué decirle. Solo atiné a sonreír y murmurar algo sobre el tráfico y los buses llenos.
Esa noche, en casa, mi mamá me esperaba con una taza de té y una mirada mezcla de preocupación y burla.
—¿Y esos pantalones? —preguntó.
Le conté todo entre lágrimas y risas. Camila no paraba de reírse y hasta mi papá, que casi nunca se mete en nuestras conversaciones femeninas, soltó una carcajada.
—Mira hija —me dijo mi mamá mientras me abrazaba—, la vida está llena de momentos así. Lo importante es aprender a reírse de uno mismo.
Esa noche no pude dormir bien. Pensaba en Julián y en su manera tan sencilla de ver la vida. Pensaba en cómo un simple error —unos jeans demasiado apretados— había desatado una cadena de eventos que me obligaron a enfrentar mis inseguridades frente a todo el mundo.
Al día siguiente volví al paradero con unos pantalones cómodos y el corazón más ligero. Julián estaba ahí, esperándome con una sonrisa cómplice.
—¿Lista para otra aventura? —me preguntó.
Sonreí por primera vez en mucho tiempo sin sentir vergüenza.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo al ridículo nos impida vivir momentos únicos? ¿Cuántas historias dejamos pasar por miedo a lo que dirán los demás? ¿Y si mañana decido reírme más de mí misma y preocuparme menos por lo que piensen los otros?