El precio de la dignidad: una tarde cualquiera en el supermercado

—Señora Carmen, ¿quiere bolsa? —me preguntó la cajera, una muchacha de unos veinte años con el pelo recogido en un moño apretado. Su voz era amable, pero noté el cansancio en sus ojos. Yo asentí, intentando no mostrar el temblor de mis manos mientras rebuscaba en el bolso.

El supermercado estaba lleno de familias, parejas discutiendo sobre marcas de leche y niños correteando entre los pasillos. Yo, como cada sábado, había hecho mi compra con esmero: fruta fresca, pan gallego, un poco de jamón serrano para darme un capricho y los ingredientes para la paella del domingo. Cuando vi el total —doscientos cincuenta euros— no me sorprendí; la vida se había encarecido tanto que ya nada me asustaba.

Pero al meter la mano en el bolso, sentí un vacío helado. No estaba mi cartera. Ni rastro. Solo las llaves de casa y un pañuelo bordado. Busqué con más desesperación, vaciando el contenido sobre la cinta transportadora. Los murmullos a mi alrededor crecieron.

—¿Le pasa algo, señora? —insistió la cajera, ahora con una pizca de impaciencia.

—Perdón… Debe estar aquí… —balbuceé, sintiendo cómo me ardían las mejillas. Noté las miradas de los otros clientes clavándose en mi espalda. Una mujer joven susurró algo a su marido; él negó con la cabeza y miró hacia otro lado.

—¿No tiene para pagar? —preguntó un hombre desde la cola, con voz alta y tono acusador.

—¡Claro que tengo! —respondí, más alto de lo que pretendía. Pero mi voz sonó rota, casi infantil.

La cajera llamó a su encargada por el micrófono. En segundos, apareció una mujer de mediana edad, pelo corto y gafas gruesas.

—¿Qué ocurre aquí?

—La señora no encuentra su cartera —explicó la cajera.

—¿Ha revisado bien? —me preguntó la encargada, como si dudara de mi capacidad mental.

Sentí una punzada de rabia y vergüenza. ¿Por qué siempre nos tratan como si fuéramos niños cuando envejecemos? ¿Acaso no he sido yo quien ha criado a tres hijos sola tras la muerte de mi marido? ¿No he trabajado toda mi vida en la farmacia del barrio?

—¿Quiere que llamemos a alguien de su familia? —sugirió la encargada, bajando la voz.

—No hace falta —dije, aunque sabía que no tenía a quién llamar. Mis hijos viven lejos y apenas me visitan. Mi nieta Lucía me llama los domingos, pero hoy era sábado y no quería molestarla.

La cola crecía y los susurros se convertían en comentarios directos:

—Siempre igual, vienen sin dinero y luego nos hacen perder el tiempo…

—Seguro que es una estafadora…

Sentí cómo las lágrimas amenazaban con brotar. Me obligué a mantener la compostura. No iba a darles ese placer.

De pronto, noté un mareo. El aire parecía espesarse y las luces del techo se volvieron demasiado brillantes. Apoyé una mano en el mostrador para no caerme.

—¿Se encuentra bien? —preguntó la cajera, ahora sí preocupada.

No pude responder. Todo giraba a mi alrededor. Oí voces lejanas:

—¡Llamad a una ambulancia!

—¡Que alguien avise a la policía!

Sentí que me tumbaban en el suelo frío del supermercado. Alguien me puso una chaqueta bajo la cabeza. Cerré los ojos y pensé en mi marido, en los veranos en Benidorm cuando éramos jóvenes y todo parecía posible.

Cuando abrí los ojos, vi a dos sanitarios agachados junto a mí.

—Tranquila, señora Carmen, está usted en buenas manos —me dijo uno de ellos mientras me tomaba el pulso.

La policía llegó poco después. Me preguntaron si alguien me había robado la cartera o si recordaba dónde la había visto por última vez. Yo solo podía pensar en lo absurdo de todo aquello: ¿cómo podía haber pasado de hacer la compra a estar rodeada de desconocidos preocupados por mi salud y mi solvencia?

Alguien del supermercado recogió mis cosas y las guardó en una bolsa. La encargada se acercó y me susurró:

—No se preocupe por la compra hoy, señora Carmen. Lo importante es que esté bien.

No supe si sentirme agradecida o humillada. ¿Era caridad o compasión? ¿Por qué tenía que aceptar ayuda como si fuera una niña perdida?

En el hospital, mientras me hacían pruebas para descartar un infarto, pensé en mis hijos. ¿Habrían venido si les hubiera llamado? ¿O habrían puesto excusas sobre el trabajo y los niños?

Esa noche, sola en casa, encontré la cartera entre los cojines del sofá. Me senté y lloré como hacía años que no lloraba: por la soledad, por la impotencia, por sentirme invisible en un mundo que ya no entiende ni respeta a los mayores.

Al día siguiente fui al supermercado a pedir disculpas y dar las gracias. La cajera me sonrió con timidez; la encargada me abrazó brevemente.

Pero algo había cambiado dentro de mí. Ahora sé lo frágil que es nuestra dignidad cuando dependemos de la mirada ajena.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que la sociedad trate a los mayores como un estorbo? ¿Cuándo aprenderemos a mirarles con respeto y empatía?