El secreto bajo el cobertizo: una verdad que nunca imaginé descubrir

—¿Otra vez, Pablo? ¿No puedes ponerle más ganas? —me espeta Sergio, mientras clava una tabla con una fuerza que parece reservada para los que quieren huir de algo.

El sudor me resbala por la frente y la camisa se me pega a la espalda. El sol de junio en Castilla no perdona, y menos cuando llevas tres horas seguidas levantando paredes de madera para un cobertizo que ni siquiera es tuyo. Lucía, mi mujer, me mira desde la cocina, donde ayuda a su madre a preparar la comida. Su sonrisa es forzada, como si supiera que preferiría estar en cualquier otro sitio menos aquí.

—Hazle caso a Sergio, hijo —dice mi suegro, Don Ramón, desde su silla plegable, cerveza en mano—. Que esto hay que terminarlo antes de que llegue el invierno.

No respondo. Aprieto los dientes y sigo martillando, preguntándome por qué demonios acepté este castigo semanal. Cada sábado es igual: Lucía y yo nos levantamos temprano, metemos en el coche unas herramientas viejas y nos tragamos hora y media de carretera para acabar sudando en el patio de sus padres. Todo por un par de tarros de pepinillos caseros o una docena de huevos. Y Sergio, el hermano pequeño de Lucía, siempre está ahí antes que nosotros, con una energía sospechosa y una sonrisa demasiado amplia.

La primera vez que noté algo raro fue hace dos semanas. Sergio desapareció durante casi media hora justo después de que Lucía entrara en la casa para buscar agua. Cuando volvió, traía las manos limpias y el pelo mojado. No le di importancia hasta que, esa misma noche, encontré en el maletero del coche de Sergio una caja con documentos y una foto antigua de mi suegra con un hombre desconocido.

Hoy, mientras clavo otra tabla, no puedo dejar de mirar a Sergio. Hay algo en su forma de moverse, en cómo evita mi mirada y cómo se pone nervioso cuando Lucía sale al patio. Decido seguirle cuando dice que va al cobertizo viejo a buscar más clavos.

—¿Te ayudo? —le pregunto, intentando sonar casual.

—No hace falta, Pablo. Quédate aquí con papá —responde rápido, demasiado rápido.

Pero no le hago caso. Espero unos minutos y me acerco al cobertizo viejo. La puerta está entreabierta y oigo voces bajas. Reconozco la voz de Sergio y… la de Lucía.

—No podemos seguir así —dice ella, casi susurrando.

—Lo sé, pero no puedo dejarlo ahora —responde él—. Si Pablo se entera…

Mi corazón late tan fuerte que temo que me descubran. Me aparto antes de que salgan y vuelvo al patio fingiendo buscar un martillo. Cuando vuelven, Lucía evita mi mirada y Sergio parece aún más nervioso.

Esa noche, después de cenar tortilla de patatas y chorizo casero, me escapo al cobertizo viejo con la excusa de buscar mi móvil. Allí encuentro la caja otra vez. Dentro hay cartas escritas a mano, fotos antiguas y un sobre con dinero. Leo una carta: “Querida Carmen, nunca podré olvidar lo que vivimos aquel verano en Santander…”

Carmen es mi suegra. El remitente es un tal Andrés. Siento un escalofrío. ¿Es este Andrés el verdadero padre de Sergio? ¿Es eso lo que ocultan?

Al día siguiente, decido enfrentar a Lucía.

—¿Qué está pasando entre tú y Sergio? —le pregunto mientras volvemos a Madrid en el coche.

Lucía guarda silencio unos segundos eternos antes de responder:

—No es lo que piensas. Sergio… está intentando proteger a mamá. Hace años encontró esas cartas y desde entonces teme que papá descubra la verdad.

—¿Qué verdad?

—Que Sergio no es hijo de Ramón. Es hijo de Andrés, un hombre con el que mamá tuvo una aventura antes de casarse. Nadie lo sabe salvo nosotros dos.

Me quedo helado. Todo encaja: la energía desbordante de Sergio cada sábado, su necesidad de agradar a Don Ramón, el miedo constante en los ojos de Lucía.

—¿Y por qué tanto secretismo? ¿Por qué ayudar con el cobertizo?

—Papá quiere dejarle la casa a Sergio cuando se jubile. Si descubre la verdad… podría echarle o desheredarlo. Mamá no soportaría ver a su hijo fuera de la familia.

Durante días no puedo dormir bien. Me siento atrapado entre la lealtad a Lucía y el peso del secreto familiar. Cada sábado vuelvo al pueblo con una mezcla de rabia y compasión por Sergio. Ahora entiendo su ansiedad: cada clavo que pone es un intento desesperado por pertenecer a una familia que podría rechazarle si supieran la verdad.

Un sábado cualquiera, mientras terminamos el tejado del cobertizo, Don Ramón se acerca a Sergio y le pone la mano en el hombro.

—Eres un buen hijo, Sergio. No sé qué haríamos sin ti.

Sergio baja la cabeza y yo veo cómo se le humedecen los ojos. En ese momento entiendo que todos llevamos cargas invisibles; algunos las arrastran en silencio durante años.

Ahora cada vez que conduzco hacia el pueblo los sábados por la mañana, ya no siento solo cansancio o fastidio. Siento el peso del secreto y la responsabilidad de protegerlo.

¿Hasta dónde seríais capaces de llegar para proteger a vuestra familia? ¿Merece la pena vivir con un secreto así para mantener la paz? A veces me pregunto si algún día podré mirar a Don Ramón a los ojos sin sentirme cómplice.