Cenizas en el Hogar: Entre el Amor y la Sangre
—¿Por qué no contestas, Mauricio? —le grité desde la cocina, mientras el arroz se pegaba al fondo de la olla y el olor a quemado llenaba el pequeño departamento en el centro de Monterrey.
Él estaba sentado en el sillón, con la mirada perdida en su celular. No era la primera vez que lo veía así, pero esa noche algo en su expresión me heló la sangre. Me acerqué, con el corazón latiendo fuerte, y vi cómo rápidamente bloqueaba la pantalla.
—Nada, Lucía. Es del trabajo —dijo sin mirarme a los ojos.
Mentira. Lo supe en ese instante. El sudor frío me recorrió la espalda. Recordé los días en que Mauricio me esperaba con flores después de mi turno en la farmacia, cuando apenas teníamos para pagar la renta pero nos bastaba con un café y una charla en la azotea. Ahora, después de ocho años juntos y dos hijos, apenas cruzábamos palabras que no fueran sobre cuentas o tareas escolares.
Esa noche, mientras él dormía, tomé su celular. Temblando, adiviné su contraseña: la fecha de nuestro aniversario. Ahí estaba: “Valeria”. Mensajes llenos de emojis, palabras dulces, promesas de verse pronto. Sentí que el piso se abría bajo mis pies.
No dormí. Miré a mis hijos, Emiliano y Sofía, respirando tranquilos en su cuarto. Pensé en mi madre, que siempre decía: “El matrimonio es para toda la vida, Lucía. Hay que aguantar”. Pero ¿aguantar qué? ¿La traición? ¿La indiferencia?
Al día siguiente, enfrenté a Mauricio. No hubo gritos al principio; sólo un silencio denso.
—¿Quién es Valeria? —pregunté con voz quebrada.
Él bajó la cabeza. —No es lo que piensas…
—¿Entonces qué es? ¿Por qué me mientes? ¿Por qué le escribes esas cosas?
Mauricio se defendió como pudo. Que era una compañera del trabajo, que sólo hablaban porque él se sentía solo, que yo ya no era la misma. Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. ¿Acaso yo no tenía derecho a sentirme sola también? ¿A veces no quería salir corriendo y dejarlo todo?
Los días siguientes fueron un infierno. Mi suegra se enteró y vino a decirme que debía perdonarlo por el bien de los niños. Mi hermana me aconsejaba que lo dejara y buscara mi felicidad. En el trabajo, apenas podía concentrarme; las clientas notaban mis ojos hinchados y mi sonrisa forzada.
Una tarde, mientras recogía a Emiliano del fútbol, lo vi abrazando a Valeria afuera de una cafetería. No pude evitarlo: me acerqué y le grité delante de todos.
—¿Eso es lo que quieres para tus hijos? ¿Una familia rota?
Mauricio se quedó mudo; Valeria se fue corriendo. Emiliano lloró todo el camino a casa.
Esa noche discutimos hasta el amanecer. Sacamos viejos rencores: las veces que él llegó borracho, las veces que yo preferí dormir con los niños para evitarlo, las deudas que nos asfixiaban y nos hacían pelear por cualquier cosa.
—No sé si te amo todavía —me dijo él, con los ojos llenos de lágrimas.
Sentí un vacío enorme. Recordé cuando soñábamos con tener una casa propia, cuando planeábamos viajar a Oaxaca para conocer el mar con los niños. Todo eso parecía tan lejano ahora.
Pasaron semanas de silencio incómodo. Mauricio se fue a dormir al sillón; yo lloraba en la ducha para que los niños no me oyeran. Un día, Sofía me preguntó:
—Mamá, ¿por qué papá ya no nos cuenta cuentos?
No supe qué responderle.
Un domingo por la tarde, mi padre vino a visitarme. Me abrazó fuerte y me dijo:
—Hija, uno no puede vivir con miedo ni por costumbre. Si hay amor, hay que luchar; si no, hay que soltar.
Esa noche hablé con Mauricio como hacía años no lo hacíamos. Sin reproches, sin gritos. Le pregunté si estaba dispuesto a intentarlo de nuevo, a ir a terapia juntos, a reconstruir lo que quedaba de nosotros por el bien propio y de nuestros hijos.
Él lloró como nunca antes lo había visto llorar. Me pidió perdón y prometió intentarlo. No sé si podremos volver a ser los mismos; tal vez nunca lo fuimos realmente. Pero decidimos darnos una última oportunidad.
Hoy todavía duele recordar esos mensajes, esa traición silenciosa que se fue gestando entre la rutina y las cuentas impagas. Pero también aprendí que el amor no es sólo pasión ni promesas bonitas: es trabajo diario, es elegir quedarse incluso cuando todo parece perdido.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven esta misma historia tras puertas cerradas? ¿Vale la pena luchar por un amor herido o es mejor aprender a soltar antes de perderse uno mismo?